En ese tiempo, todos los sábados y domingos me hacían ayudar en casa. Ayudar, por cierto, era algo más que hacer tu cama, ordenar tus cosas e ir a comprar a almacenes cercanos, que es lo que hacías en los días de escuela. El aprendizaje de esto era simple. El internalizarlo, me refiero. Y si no, te lo recodaban. Hoy toca ayudar, te decían, si te veían haciendo algo demasiado tuyo el fin de semana. Demasiado ajeno a lo que era el aseo de la casa, que era el lugar de todos.
Supongo que no me gustaba, pero en ese tiempo nadie se quejaba ni reclamaba y asumíamos simplemente que existían cosas que debíamos hacer. No es que uno las analizara, quiero decir, ni que uno las debiese entender para aceptarlas. Simplemente las hacías y esperabas luego que alguien aprobara o rechazara tu trabajo y te enviaran a corregirlo, si algo había quedado mal.
Así y todo recuerdo una vez en que me cuestioné algo. Estuvo relacionado con la limpieza de vidrios, que era una de las tareas que más me complicaba. Y es que recuerdo que había unas ventanas, tras unas cortinas, que daban hacia una muralla. Directamente, me refiero. Ventanas fijas que solo podías limpiar por dentro pues no había espacio desde fuera, para poder completarlo. Por lo mismo, siempre parecían quedar mal. Es decir, siempre quedaban manchas o marcas que no podías limpiar ya que estaban por el otro lado. Ventanas a las que además nadie miraba, porque estaban cubierto por cortinas todos los días.
Esa vez –la vez que me cuestioné esa labor, me refiero-, estaba mi madre comprobando si esas ventanas estaban limpias, desde nuestro lado. Probablemente haya encontrado algún error mínimo, pero ese no es el punto. El punto es que percibí una intención tras aquello. Una voluntad de hacer daño tras esa asignación de tareas y del absurdo de algunas de ellas. No hablo de la voluntad de mi madre, directamente. No fue eso lo que vi, ni comprendí. Lo que observé fue que, a través de ella, se manifestaba la intención de algo tenía la única intención de dañar. De socavar eso que debíamos realmente construir y que a alguien no le convenía.
-Sé qué está pasando –le dije esa vez, bajito.
Mi madre, al parecer, no me escuchó.
Sin embargo, tuve la seguridad de que algo existía entre esa pared y nuestra casa. Algo vivo, me refiero. Algo malo. Algo que tiene miedo a que seamos nosotros mismos.
Y que siempre –de una u otra forma-, está ahí.
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