Una vez conocí a un tipo que coleccionaba pieles de oso.
Era un viejo que vivía la mitad del año en Canadá y el resto del tiempo en una casa antigua, en el litoral central.
Yo pensé que bromeaba con lo de las pieles, pero un día me las enseñó.
Tenía pieles de al menos 30 osos distintos.
Estaban guardadas en baúles, con gran orden.
De hecho, cada una de las pieles tenía una nota en la que aparecía una fecha y una breve historia que servía de referencia al espécimen y a la forma en que consiguió.
Las notas estaban escritas a mano, en inglés, siempre con la misma letra.
-¿Quién escribió las notas? –le pregunté.
-Es una historia larga… -me dijo-. Pero aclaro que no es mi letra, al menos, y que tampoco es la letra del cazador.
-¿Son pieles que obtuvo un cazador? –pregunté, sorprendido-. ¿Está permitido obtenerlas de esa forma?
-No dije que se obtuvieran de esa forma –me dijo, como si bromeara-. No debes ponerte tan grave… piensa que ni los osos saben realmente que están cubiertos por pieles de oso.
El viejo miraba como si esperase a que yo me riese de sus palabras.
No lo hice.
-Lo que pasa es que nadie sabe realmente diferenciarse de su propia piel–dijo el viejo, finalmente.-.
-Casi nadie –lo corregí-. Prácticamente nadie.
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