No lo comprendió ni en su infancia ni en su juventud. De hecho, pensó en un inicio que solo era cuestión de tiempo. Que la experiencia y el esfuerzo eran las llaves para lograrlo, pero finalmente la experiencia terminó por arrojarle una única verdad: Solo podía amar a los muertos.
Sí, después de años de intentos, fracasos y pérdidas, terminó por darse cuenta: únicamente lograba amar a los muertos… Y qué fácil era hacerlo, pensaba. Así, de la sorpresa inicial pasó a entender, lógicamente, el porqué de esa situación: odiarlos no valía la pena, se dijo, y uno podía amar solo aquello que ya era cosa hecha.
Le gustaba decir esto en voz alta -ya sea estando a solas o explicándoselo a alguien más-, y es que, de cierta forma, se enorgullecía de su propio razonamiento.
Por otra parte, complementaba, amar a alguien vivo era algo incompleto. Algo que llevaba a reducir lo que uno podría, intuitivamente, esperar del amor.
Era como decir que una comida era sabrosa mientras se estaba preparando, explicaba, o mientras estaban los ingredientes dispersos, dispuestos en algún sitio, pero no necesariamente de forma definitiva.
-Lo bueno es que ya no me canso intentando con vivos -terminó diciendo aquella vez en que me explicó este asunto-. Intentando y fracasando, por supuesto…
-Puedes tener razón -le dije yo.
-Sé que la tengo -dijo él-. Además, no veo otra opción… ¿tú que haces Vian, a todo esto?
-Yo escribo -contesté, simplemente.
Y di por terminado aquel asunto.
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