En el colegio tuve un compañero de apellido
Mayordomo.
Era un chico tímido, delgado y en extremo
silencioso.
Y claro, ocurrió que comenzamos poco a poco a
molestarlo por su apellido.
Así, siempre que preguntaban respecto a quién era
el culpable de alguna situación, no dudábamos en contestar: “Fue el Mayordomo”.
La broma era fome, por cierto, pero los matices y
hasta el clima de suspenso que se generaba al momento de descubrirlo culpable,
hizo que su fama se propagara hasta otros cursos y se transformara en el culpable
exclusivo del establecimiento.
Asimismo, comenzó a ser el protagonista de
reportajes escolares, representaciones teatrales, campañas publicitarias,
cómics y toda gama de trabajos que nos encomendaran nuestros profesores.
De hecho, nuestro polerón de cuarto medio tenía
impresa esa frase: “Fue el Mayordomo”, junto a un dibujo donde una especie de
Sherlock Holmes lo señalaba, como si al hacerlo estuviese resolviendo un
importante crimen.
La situación se debe haber prolongado por casi dos años
y prácticamente ya había perdido la gracia cuando comenzamos a tener extrañas pesadillas
donde aparecía Mayordomo.
Me refiero a que, de forma masiva, todos comenzamos
a tener este tipo de sueños, donde éramos las víctimas de algún crimen hecho
por el Mayordomo, quien se presentaba siempre silencioso, irrumpiendo
sorpresivamente nuestros sueños.
Por otro lado, no nos dimos cuenta que esto ocurría
hasta semanas después de nuestros primeros sueños, cuando la sensación comenzó
a dejar de ser chistosa puesto que una compañera había tenido, durante la
pesadilla, un ataque de pánico y se había arrancado grandes mechones de pelo,
desgarrando también parte de su cuero cabelludo.
Y claro, ocurrió entonces que, extrañamente, no
podíamos culpar a Mayordomo de todo aquello, y comenzamos en cambio a alejarnos
de él, pues nos daba cierto temor verlo en la sala, con la misma expresión con
la que aparecía en nuestros sueños.
Fue con esta sensación, por cierto, que nos graduamos
y nos separamos como grupo, hace ya muchos años.
Finalmente, en un reencuentro que hicieron al
conmemorarse los diez años de la graduación, me cuentan que varios de mis
compañeros –creo que solo faltamos Mayordomo, un chico que falleció y yo-, resucitaron
la frase, culpando del no logro de ciertas metas en la vida –y de otras
anécdotas que salían al paso-, nuevamente a Mayordomo.
Con todo, de haberlo visto diez años antes, como yo lo vi, escondiendo en su bolso mechones arrancados de cabello, estoy
seguro que no habrían bromeado nuevamente.
De todas formas, dudo que las culpas hubiesen sido
cargadas, finalmente, por los verdaderos culpables.
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