El cuarto se llenó de cangrejos.
Los vi entrar por la puerta, de lo más tranquilos, caminando de lado.
Sonreí al verlos, incluso, porque me parecieron simpáticos.
Incluso cuando comenzaron a llenar el lugar, los miraba con alegría.
Les saqué fotos.
Las subí a redes sociales.
Mientras lo hacía seguían entrando.
Como el espacio se les hacía pequeño algunos comenzaban a encaramarse unos sobre otros.
Se atacaban, por cierto, en este proceso.
Dejé pasar el tiempo y los cangrejos no dejaban de entrar.
Entonces, el olor comenzó a inundar el lugar.
Y el sonido de sus tenazas, movimientos y caídas se volvía cada vez más molesto.
Fue en ese instante que pensé en salir de mi cuarto, pero comprendí que era una cuestión difícil.
Y es que estaba en la cama, descalzo, y mis zapatillas estaban llenas ya de cangrejos.
Seres pequeños, es cierto, pero que me atacaban en grupo intentaba acercar mis manos a los lugares que ahora parecían pertenecerles.
Mientras pasaba todo esto, claro está, seguían entrando los cangrejos.
Por esto, y porque seguían trepando en todos lados, me dediqué a botarlos de la cama, apenas subían.
Todavía estoy en eso, por cierto.
Tengo un par de heridas en las manos y de vez en cuando descubro alguno que me pincha en un costado.
No sé bien a qué vinieron, pero están aquí.
Por lo pronto, no me atrevo a preguntarles.
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