I.
Cajas.
Cientos de cajas.
Cajas de cartón.
Apiladas unas sobre otras.
Selladas.
Cafés.
Cajas sin mayores inscripciones.
Cientos de cajas apiladas.
En hileras.
Todas en un galpón a media luz.
Un galpón en el que soy lo único que no está dentro de una caja.
O eso parece, al menos.
Me refiero a que eso habría dicho, en un inicio.
Aunque ahora lo dudo.
Cientos de cajas y yo.
Yo y lo que siento, más bien.
Dentro de una caja.
Una caja más dentro de todas estas cajas.
Vaya a saber en cuál.
Como si pudiese interesarle a alguien.
II.
No me inmuto, en el galpón.
Solo observo.
Miro y constato la existencia de las cajas.
Soy necesario, digamos, para ellas.
Porque las miro existen, me refiero.
Porque las observo y les cuento sobre ellas.
Aun así, confieso, nada me produce el observarlas.
Y es que estoy inmóvil, en el fondo, como ellas.
Antes, tal vez, hubiese habido misterio.
Interés por el contenido, al menos.
Ahora que sé, sin embargo, que el contenido no viene a cambiar nada.
O no transforma nada, al menos, permanentemente.
La acción de estar frente a ellas es cada vez menos acción.
Y yo, por cierto, cada vez menos sujeto.
Puedo alargarme, por supuesto, pero el final será siempre similar.
Las cajas y yo.
Yo y las cajas.
No hay otra solución.
Para llegar al fondo del pozo, en estos casos, solo queda beberse el agua.
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