miércoles, 26 de febrero de 2020

El lago y la profundidad constante.


Había sospechado que el lago no era hondo, pero no pensé qué tanto. Entré con miedo, caminé un poco y luego noté que el agua apenas me llegaba a la cintura. La profundidad, de hecho, parecía ser constante. Debo haber avanzado cien metros y la profundidad no varió. Tal vez por eso no se veían botes en aquel lago.

Volví a la orilla, encendí fuego y me preparé algo. Los ingredientes dieron para una especie de pantrucas y me tomé además los últimos tres vinos. Ya había oscurecido cuando decidí meterme nuevamente al lago. No me convencía de lo que ocurría con la profundidad del lugar.

El agua no estaba tan fría y todo estaba en calma. Avancé unos veinte metros y la situación seguía igual, salvo que ahora me sentía un poco desorientado. El fuego de la orilla se había apagado y yo estaba algo mareado, por el vino. Mientras avanzaba, pensé que lo que ocurría realmente no era que la profundidad fuese constante, sino que mis piernas se alargaban a medida que avanzaba. Y claro, sin saber cómo, me convencí de aquello. Entonces volví a la orilla, maravillado, sintiendo cambios a cada paso. Alegremente absurdo, en medio de la noche.

Es extraño, reflexioné, mientras me secaba, en la orilla. Es extraña esta adaptación a la profundidad. Mostrar siempre lo mismo, pero ocultar en el fondo, algo distinto.

Finalmente, como tenía frío, volví a encender fuego, antes de acostarme. Poco después, me puse a escribir estas palabras, junto a la fogata.

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