martes, 11 de febrero de 2020

Cada día clava un clavo.


Cada día clava un clavo en la muralla.

Clava un clavo porque sí, hasta el fondo, en la muralla.

Dice que al comienzo sabía por qué, pero que hoy en día lo ha olvidado.

Hace unas semanas los contó, y descubrió que había sobrepasado los mil quinientos.

La muralla es una muralla de su cuarto, por cierto.

Está a dos pasos de su cama.

Por lo general es en la mañana cuando entierra el clavo.

A veces, se toma unos minutos para mirar y elegir dónde va clavar el clavo nuevo.

Luego toma el martillo y busca hacerlo con un único golpe.

Entonces vuelve a mirar la muralla como si fuese algo así como una obra.

Como si en algún momento fuese a revelarse un rostro o algo trascendente en aquel muro.

Nunca ha logrado, sin embargo, ver nada.

Solamente clavos, ciertamente, enterrados en una muralla.

Clavos porque sí, digamos.

Clavos porque él así lo ha dispuesto.

Ahí están, simplemente.

Nada son, por sí mismos, y nada sujetan esos clavos.

Al menos yo soy el que los ha puesto ahí, le dijo a alguien una vez.

Antes de dormirse, le gusta observarlos.

Ni él mismo sabe cómo lo hace sentir todo aquello.

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