Encontramos cosas en el departamento.
Cosas que no eran nuestras, por cierto.
Pequeñas cosas, en los rincones.
Cosas diversas, sin valor monetario, inconexas.
Eso fue lo que encontramos.
Y descubrimos así que teníamos más rincones, de los que hubiésemos creído.
Por todo el departamento había rincones.
Y en cada uno de ellos podían esconderse, de alguna forma, cada una de aquellas cosas.
Se trataba de cosas pequeñas, por supuesto.
Cosas que cabían en cada rincón y no sobresalían demasiado.
Que no llamaban la atención, me refiero.
Que no te hacían voltear a verlas.
Cosas con el alma opaca.
Ocultas en la sombra de todo rincón.
Tibias, todavía, como cadáveres a medio hacer.
Esas cosas no son nuestras, nos dijimos, mientras las recogíamos.
Mientras lo hacíamos, despejamos la mesa del comedor y las pusimos en la superficie.
Y es que, de cierta forma, intuíamos que seguiríamos encontrando más.
Buscamos así siete días y siete noches.
Las cosas encontradas parecían ser parte de una extraña exposición, que montamos en nuestro hogar.
Primero sobre la mesa, como decía, pero luego pasaron también a otras superficies.
Sobre el mesón de la cocina, en la cubierta de la cama y en cualquier lugar que pudiese recibirlas.
Desde entonces dormimos así, sobre una alfombra, a un costado de la cama.
No dejamos de encontrar cosas y de sorprendernos, aunque no sabemos bien por qué.
Al menos todo, pienso ahora, cuando las veo, puede conducirnos hacia algo.
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