De vez en cuando ella acostumbraba decir que veía un niño.
Un bebé, al parecer, que podía estar durmiendo, despierto o haciendo alguna cosa sin importancia.
Lo comentaba así, de improviso, sin que viniera a cuento y sin darle mayor importancia.
“Parece que se durmió”, decía de pronto, mirando hacia un costado.
O: “ahora está concentrado mirándose una mano”.
Cosas así nos decía, sin profundizar, como una observación rápida, antes de volver a estar plenamente con nosotros.
Completamente en el mundo real, decíamos, cuando hablábamos del asunto.
No lo hablábamos con ella, por cierto.
O al menos dejamos de hacerlo cuando comprendimos que lo decía en serio.
Y es que, al menos en un principio, elegimos pensar que bromeaba.
No se reía, no nos producía gracia, pero igualmente era más fácil clasificarlo como una broma.
Poco a poco, sin embargo, comenzamos a preocuparnos.
“Está fingiendo que duerme”, comentó una vez.
“Intenta no crecer, pero ya no puede evitarlo”, señaló en otra.
En este sentido, las acciones que describía comenzaron a parecernos más extrañas.
Y el tono con que las decía dejaba traslucir cierta preocupación, o temor incluso.
Por esto, decidimos que era mejor hablarlo con ella directamente y me tocó hacerlo a mí.
Y es que decían que yo, supuestamente, era el más cercano con ella.
Fue entonces que un día nos juntamos a solas y luego de un largo preámbulo le dije que quería hablar con ella seriamente.
“Dice que se va a ir contigo”, me dijo antes de comenzar a hablar.
“Ya ha aprendido a hacer daño”.
La observé mientras ella hablaba.
Nos miramos fijamente y noté que le brillaban los ojos.
Estaba tensa, y era como si me rogase no hablar sobre aquello.
Decidí, por lo mismo, evitar el tema.
Cuando nos separamos ella se acercó y me dijo al oído:
“Disculpa”.
Luego, lentamente, me fui del lugar.
Me pareció que no iba solo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario