Todos los lunes me llega una pizza. De esas con
reparto a domicilio, me refiero. Tocan el timbre, o golpean la puerta, o el
conserje simplemente avisa que llegó la pizza, por citófono. Ocurre desde hace
varios años y es raro, pues independiente del domicilio en que me encuentre, la
pizza llega igual. A veces con recargo por distancia o a última hora de la
noche, pero es algo infaltable. Cambia el repartidor, cambian los ingredientes
y hasta el tipo de masa, pero prácticamente todo sigue igual. Consulto el
precio. Busco el dinero. Pago. Como. No hay mucho qué decir sobre eso. Lo
extraño, sin embargo es que yo nunca las he pedido. La primera vez pensé que se
trataba de un error, pero decidí pagarla de igual modo. Las semanas que
siguieron sospeché que era alguien que me jugaba una broma. Luego hasta pensé
que era yo mismo que me había vuelto loco y la encargaba sin tener consciencia
mis actos. Todas estas opciones, sin embargo, fueron desechadas. Algunos
testigos y hasta grabaciones me ayudaron a abandonar la hipótesis de la locura.
Por otro lado, la permanencia en el tiempo de este acto me hace dudar que pueda
realmente tratarse de una broma. No soy tan importante. Nadie insistiría tanto
tiempo. Así, ocurrió que simplemente me acostumbré a pagar aquella pizza, y
hasta me dediqué a probar los ingredientes con que acostumbra a sorprenderme.
En tanto, ni mis amigos ni mi hijo creen que suceda de esa forma. Yo, por lo
demás, tampoco intento convencerlos. Simplemente, sacamos algún trozo y
conversamos de algún tema que suele variar, cada semana, como los ingredientes
de la pizza. La de hoy me sorprendió porque era una especie de pizza fría, con
gran cantidad de espárragos, queso de cabra y hasta palta. La pagué y la comí
con gusto. Y es que aprendí a no rechazar estas cosas, con el tiempo. Tal vez
antaño me hubiese desesperado investigando sobre estos envíos, pero hoy
simplemente los dejo ocurrir. Siempre sobra un pedazo, a todo esto, por si a
usted le interesa.
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