Escribo una novela donde un hombre está día a día
en un café, esperando algo. De vez en cuando cruza unas palabras con alguien y
por lo general pide algo específico para desayunar o tomar once, que son las
dos comidas que ahí, al menos, el hombre realiza. La forma de pedir del hombre
es sutil y siempre consulta si podrían preparar lo que se le antoja, aunque por
lo general suelen ser cosas simples. Tostadas con mermelada y té sin azúcar. Un
café fuerte y huevos con jamón. Café con leche y medialunas. Cosas de ese
estilo. En la novela no se sabe mucho acerca de la existencia del hombre fuera del local. A pesar que el
narrador es omnisciente, no se hace referencia al lugar donde vive y ni
siquiera sabemos –aunque pueda intuirse-, qué es lo que espera. En este mismo
sentido, a través del relato queda la impresión de que el hombre no come más en
el día. Existe algún capítulo donde va con un libro, pero solo se describe la
apariencia física del texto. También se dice que anda con un lápiz y anota de
vez en cuando algunas palabras en una servilleta. A veces se mencionan escenas
simples que el hombre ve tras la ventana del local. También existen detalles en
cuanto a la forma en que paga el protagonista. Si soy sincero, debo decir que
escribo esta novela solo para mí, supongo que de la misma forma como el hombre
en el café anota cosas en su servilleta. Así, si me preguntan, podría decir que
la novela es linda, pero fome. A mí, sin embargo, me transmite cierta plenitud
el escribirla. Es como si me sentara a observar, en vez de escribir. El aroma
del té con leche que pide el hombre esta mañana, me dura incluso por el resto
del día.
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