I.
El río no es hondo porque sí.
Hay una razón, creo yo, tras ese hecho.
No una causa, aclaro, sino una razón.
Eso es lo que me digo mientras observo el río y me acerco a él, descalzo.
II.
Me cuesta avanzar, sobre las piedras.
Más aún cuando entro al agua y siento la corriente empujando mis piernas.
Un empuje suave en principio, como si nos advirtiese de algo.
Como cuando un anciano mira a los ojos de un niño, sabiendo aquello que le va a pasar.
III.
¿Es muy hondo el río?, te pregunta alguien, cuando has dado un par de pasos.
Y claro, uno solo sabe responder hasta el paso que ha dado.
Dices algo, entonces, y mientras lo haces descubres que hay una razón.
No para el río, sino para la profundidad del río; y te molesta que nadie pregunte sobre ella.
IV.
El río es hondo por alguna razón, te dices, mientras das un nuevo paso.
Y no es que sea necesario dar el paso, para reafirmarlo, pero lo das igual.
Probablemente lo haces porque buscas ser la causa de algo inevitable, que ocurra aunque no quieras.
Como el final de una frase, o de una vida, que desconoce qué comunicó.
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