lunes, 14 de abril de 2025

Me castigaron una vez.


Me castigaron una vez.

No recuerdo por qué.

De hecho, ni siquiera estoy seguro que me hayan castigado.

Mis recuerdos, en este sentido, son confusos.

De todas formas, si me castigaron, supongo que lo merecía.

Por lo mismo, dejo en claro que lo acepto, sin reparos.

Nunca he evadido mis responsabilidades.

Incluso siento culpa, hasta cierto punto, cuando pienso en ello.

Y es que tal vez, me digo, hice algo verdaderamente malo.

Tan malo que incluso lo olvidé.

O que me obligué a olvidarlo.

Sí, por eso deben de haberme castigado.

Los castigos no se dan porque sí, después de todo.

Lo que quiero decir es que si no son merecidos, dejan de ser castigo.

Y simplemente es daño.

He pensado sobre esto varias veces.

Sobre si duele más, me refiero, el daño o el castigo.

Nunca llego a conclusiones, en todo caso.

Las hago parecer, pero lo cierto es que no son.

Y claro, esto también podría ser la razón para el castigo.

O una razón más, al menos.

Por otro lado, si lo hicieron, estoy seguro que fue solo una vez.

De eso sí -aunque no sé por qué-, me siento más seguro. 195

Un castigo a modo de correctivo, me digo entonces.

Eso percibo que sé.

Y que el castigo, me parece, dura todavía.

domingo, 13 de abril de 2025

El reflejo de las luces de neón.


Las letras hechas con luces de neón se reflejan sobre el agua.

Pero en el agua, ciertamente, nada dicen.

Uno intenta leerlas, entonces, pero se mueven todo el tiempo y el reflejo se dispersa, como si se tratase de luces en polvo.

O parecidas, tal vez, a peces fosforescentes.

Más tarde, en todo caso, las luces de neón también se apagan.

O son apagadas, más bien, por otras gentes.

Entonces, la oscuridad aprovecha un par de horas para vagar por la ciudad.

Para recorrer calles y agua y adoquines hasta que el amanecer la desvanece.

Hay bicicletas, por cierto, abandonadas por toda la ciudad.

Y a veces la oscuridad se monta en ellas, para conducir a ciegas.

Si hay hombres, a esta hora, ellos casi no son hombres.

Son como bultos, simplemente, apilados en un muelle.

Esto vemos, ahora, pues ha comenzado a amanecer.

Todo está frío en la ciudad y hay tal cantidad de nubes que, desde fuera, no podrían vernos.

Y es extraño, pero el amanecer en la ciudad parece ser una pregunta.

Una que nadie responde, ciertamente.

Sobre el agua, un ahogado no comprende qué pasó.

Su cuerpo flota hasta llegar a una orilla.

Es como las luces de neón, me digo, que en el agua nada dicen.

Sí, eso es: como el reflejo de las luces de neón.

sábado, 12 de abril de 2025

Una mandarina.


Me dijeron que pensara en algo que no pudiese matarnos y yo pensé en una mandarina. Pequeña, redonda, madura y todavía sin pelar. No debía decir en qué estaba pensado, pero tenía que imaginarlo durante al menos un par de minutos. Esa era la instrucción que me habían dado, y yo la seguí tal cual me la dijeron. Luego, me pidieron que recordara aquello en que había pensado y que lo volviera algo así como un amuleto. Uno secreto, por cierto. Una especie de objeto imaginario al que pudiese volver cuando lo sintiese necesario. Cuando estuviese en medio de cosas que sí pueden matarnos y tuviese algunas dudas. Porque la mayoría del mundo, me advirtieron, estaba formado por ese tipo de cosas… aunque no necesariamente busquen matarnos todo el tiempo.

-Lo bueno de que hayas elegido una mandarina -me dijeron entonces, adivinando mi elección-, es que puedes recordar el olor si estás confuso, o el sabor… sin necesidad de visualizarla totalmente.

-Igual el sabor no me gusta tanto -señalé, todavía sorprendido-. Pero el olor sí... Lo que pasa es que no como mandarinas…

Hablamos un rato más luego de esto. O me dieron otras lecciones más bien. Todas ellas asociadas a aprender a vivir entre aquellas cosas que podían matarnos. Poco a poco o de una vez, me dijeron. Pero la muerte es la misma.

-La única protección -repitieron, antes de irse-, es rodearnos de aquello que no puede darnos muerte.

Y claro, yo los escuché e intenté comprender su mensaje.

No obstante, protegerse me pareció también una forma de morir, así que busqué otros métodos.

viernes, 11 de abril de 2025

Y qué.


I.

Sé prudente.

No al vivir.

No al creer.

Pero sé prudente.

Sobre todo si hay lluvia, debes serlo.

Yo no lo sabía y ya ves.

Ahora escucha:

Los ladridos de ese perro, en la distancia, parecen carcajadas.

Nada dice, pero puedes pensar que sí.

Para no seguir consejos, por ejemplo, sé prudente.


II.

El olor a gas al llegar a casa.

Yo abro la puerta, lo huelo y pienso que es el olor de Dios.

No el olor propio, por supuesto, pues Dios tampoco tiene olor, como el gas.

Pero las ideas que se tienen sobre él le otorgan ese aroma, supongo.

La muerte un poco más cerca, dice alguien.

Una vez, de pequeño, encendí un fósforo a escondidas en una iglesia.

No había olor esa vez.

No a gas, por lo menos.

Pero uno nunca sabe.


III.

Ella alega que cuando no sabe de qué hablo, le da hambre.

Yo le digo, entonces que no es cierto.

Que probablemente se confunde.

Que el hambre siempre es propia, a fin de cuentas.

Se lo digo al llegar a casa, cuando la encuentro tendida, en el suelo.

En medio del olor a gas.

Entonces me molesto, pues no sé si me ignora o simplemente está dormida.

Sé prudente, me digo.

Debes serlo.

Aunque nadie sepa realmente, de qué hablas.

jueves, 10 de abril de 2025

Una caja con cucharas.


I.

Encontré una caja llena de cucharas.

Una caja de madera, detallo, con cucharas de metal.

Las cucharas, por cierto, no eran de ningún metal en especial, simplemente eran cucharas metálicas.

No tenían un valor especial, quiero decir.

Solo cucharas, nada más.

Cucharas de distinto tamaño y formas, observé, aunque ninguna era lo suficientemente especial como para diferenciarla y guardarla en mi memoria.

Frente a ellas, entonces -y sin saber por qué-, me dediqué a contarlas.

No recuerdo ahora el número exacto, pero supongo que me tranquilizó en ese momento saber cuántas eran.

Por último, volví a meterlas en la caja, esta vez agrupadas por tamaño.

Y dejé la caja, recuerdo, en el mismo lugar en que la encontré.


II.

Pasó el tiempo.

Años después, en una casa que arrendé en vacaciones, encontré también una caja con cucharas.

Yo ya era otro, pensaba, y solo entonces recordé a aquel yo que había encontrado, antiguamente, la otra caja.

Ese otro las contó en aquel momento, y las agrupó por tamaños, me dije.

Y claro, como yo pensaba que era otro, me negué a contarlas y a ordenarlas y dejé esa caja, también, en el mismo lugar que la encontré.

Me sentía tentado, por supuesto, de contarlas y agruparlas y hacer lo de antaño, pero me contuve.

Ahora -nuevamente años después-, tengo miedo de encontrarme otra vez con una caja como esas.

Y es que no sé, si soy sincero, qué es lo que ante ella, debería hacer.

miércoles, 9 de abril de 2025

En su sueño la seguía un león.


Ella me contó que en su sueño la seguía un león. No para atacarla en todo caso, sino que iba tras ella como le ocurría al caballero ese, en el libro de Chretien de Troyes. Yvain, creo que se llamaba, el caballero. Cómo sea, el punto es que en el sueño, según decía, el león se comportaba amablemente y no se alejaba de su lado. No como una mascota en todo caso, sino más bien como un compañero. O como un servidor, creo que dijo. Es decir, guardando cierta distancia y solo acercándose cuando era necesario.

-¿Y cuándo era necesario? –le pregunté.

Ella lo pensó un poco y luego me explicó que el león se acercaba cuando el entorno parecía amenazante. No por algo concreto en todo caso, me explicó (no por algo que ella estuviese viendo, quiero decir), pero al parecer el león captaba algo y al acercarse impedía que esa otra cosa amenazante se acercara.

-¿No pasaba algo más en el sueño? –quise saber.

-No que yo recuerde –me dijo-. Solo caminaba por distintos sitios y el león iba cerca, nada más. Lo extraño fue que al despertar sentí como si el león ese hubiese estado también en otros sueños, solo que un poco más lejos.

-Fue un buen sueño entonces –le dije, a modo de conclusión.

Ella me miró molesta.

-Para nada –señaló, con un gesto de desprecio-. ¡Nunca entiendes nada…!

martes, 8 de abril de 2025

Algo le trasplantaron esa vez.


Algo le trasplantaron esa vez, pero no recuerdo qué.

Debe haber sido algo importante en todo caso porque estuvo como dos meses internado.

Nosotros viajábamos a verlo, aunque como yo era muy pequeño no me dejaban entrar y estar con él directamente.

Con el paso de los días, además, la situación empeoró, y se esperaba incluso que él muriese de un momento a otro.

Fue por problemas de compatibilidad, me parece, pues decían que el cuerpo rechazaba aquello que le habían trasplantado.

Afortunadamente, algo pasó que permitió una nueva operación y un nuevo trasplante.

Y esta vez las cosas resultaron mejor.

Tanto que él fue dado de alta y volvió a tener lo que habitualmente se llama “una vida normal”.

Fue entonces que yo volví a verlo, en algunas comidas familiares.

Él se mostraba afectuoso, como siempre, pero yo sabía que algo en él había cambiado.

Podía notarlo cuando él se acercaba, y creo que él también sabía que yo lo percibía.

Es difícil de explicar, pero no era solo que tuviese algo que antes no era de él.

Tal vez, me dije, es por aquello que le han sacado.

De todas formas, todos comentaban que él se veía bien, y pronto olvidaron lo del trasplante.

Años después, sin embargo, cuando se fue de casa y desapareció de un momento a otro, yo lo asocié directamente con lo sucedido en su operación.

De todas formas, ya no era el mismo, me dije.

Años después, encontraron un cuerpo que mi madre y mis tías debieron ir a identificar, pero no terminaron reconociéndolo.

Aparte de eso, nunca volvimos a saber de él.

lunes, 7 de abril de 2025

Sin pesadillas.


Un día, mientras hablaba conmigo, ella descubrió que había dejado de tener pesadillas. Yo nada tenía que ver en el asunto, por supuesto, pero dio la casualidad de que se percató de ello una tarde en que hablábamos de otras cosas. Recuerdo que de pronto cambió su expresión y tras quedarse en silencio un rato dijo en voz alta que ya no tenía pesadillas. Lo dijo lento, como si estuviese haciendo cálculos y aquella frase fuese una especie de conclusión.

-Puede que hace más de un año que no tenga… -agregó-, es extraño como no lo había notado… me causaron angustia durante años…

Mientras decía esto, por cierto, me pareció que lucía decepcionada. Incluso triste. Yo la miraba y pensaba que tal vez necesitaba sustituir esa angustia perdida por otra nueva. Y que estaba buscando encontrarla en algún sitio.

-¿Y te angustia haber perdido esas otras angustias? –le pregunté entonces.

Ella me observó, todavía sin entender.

-Las pesadillas… -intenté explicar-, o lo que te causaban… ¿acaso no es bueno que se hayan ido?

Ella pareció pensarlo un poco.

También percibí que estaba algo molesta, pero lo ocultaba.

-No las superé… -dijo entonces-. No las vencí. Se fueron y ni siquiera me di cuenta… Quiero decir que pensé que estaría más feliz, o al menos más aliviada cuando eso sucediera…

Hizo una pausa.

Me miró directamente.

-Ahora vas a decir que nunca fueron el problema –me dijo.

Y claro, yo asentí.

Ni siquiera pensando en ella, pero asentí.

-Lo que pasa es que somos muy pequeñitos como para hablar tanto de nosotros –le dije-. Es como si habláramos de nada.

Nos miramos otro rato, sin atrevernos a decir nada.

Y claro, lo cierto es que quisiera acordarme de algo más para cerrar la historia, pero no puedo.

De hecho, solo sé que el mundo siguió tal cual, luego de aquello.

Como si no estuviéramos ahí.

domingo, 6 de abril de 2025

Alguien lo dijo.


“No habita el corazón, sino la boca”
Chretien de Troyes


Alguien lo dijo.

No yo.

Fuera de mí, alguien lo dijo.

La boca de alguien, lo nombró.

Y claro, entonces yo lo reproduje y hasta intenté enseñarlo.

Eso hago, ciertamente, porque soy profe.

O no sé si soy profe, pero al menos trabajo de eso.

Y no soy, claro está, ninguna otra cosa.

Siempre ocurre así, además.

Y se evidencia todavía más, cuando lo digo.

Así y todo, cuando ocurre, me resulta extraño.

Extraño y hasta cierto punto incompleto.

Es así:

Cruzar el puente de lo que soy siempre me deja al mismo lado.

Al mismo costado de mí mismo, me refiero.

Y claro, yo entonces ordeno lo que ocurre como si fuese una lección.

Y reescribo lo que entiendo (y lo que no), para transmitirlo a quien me escuche.

El puente de lo que creo que soy, digo entonces.

Y me corrijo.

Digo eso, por cierto, y luego observo la sala para ver si alguien ha escuchado.

Pero no.

Casi todo está vacío.

Dos alumnos, apenas, allá atrás.

Ni siquiera se ven sanos.

Probablemente un par de esquizofrénicos, me digo.

Creen que no los distingo.

Deben pensar que la sala está llena.

Nadie observa.

Yo escucho.

Alguien lo dijo, claro, pero no sabría decir quién.

Y no importa.

Sus palabras, después de todo, solo se forman en la boca.

Habitan ahí, digamos, y se asoman solo a saludar.

También a un lado del puente, como uno.

Todas siempre en un único lado.

Así es, ciertamente.

Hago una pausa.

Respiro hondo.

Hoy no hay lección, digo entonces.

Poco después, me arrepiento:

La lección de hoy es que no hay lección, corrijo.

Luego callo.

Y es que al principio y al final, como dicen, siempre está el silencio.

Alguien que calla; alguien que dice; alguien que calla.

Otra lección perdida, como ven.

Pero otra lección, al fin y al cabo.

sábado, 5 de abril de 2025

Sueños no tripulados.


Es cierto. Así mismito es. No voy en mis sueños. No los dirijo ni los cargo y tampoco me cargan ellos. Puedo asegurarlo: No voy en ellos de forma alguna. Digo que son míos, es cierto, pero lo digo simplemente porque a los demás les perteneces todavía menos. Y por eso, además, digo que son no tripulados. Sé que decirlo así lleva al error de pensar que los manejo a distancia, pero aclaro que no es así. Y es que, en modo alguno, afecto sus trayectorias. No me tienen en cuenta, digamos. A veces, en ellos, puede aparecer alguien similar a mí, pero no soy yo. Y si lo soy, es un yo totalmente distinto al que verdaderamente soy. Un yo distinto. Distante y distinto. De otro peso. Como los huesos huecos de los pájaros. Sí. Así mismito es. Representaciones, pero nada vivo, me refiero. Nada vivo viaja en mis sueños. Ya lo dije, y lo reitero: no son tripulados. Y es que no son drones, en modo alguno. Se parecen, de cierta forma, pero no lo son. Este error, de hecho, viene de entender los sueños como si fuesen emociones. No lo son, es cierto, pero a veces los pensamos así. Y por eso, tal vez, nos confundimos. Pero las emociones no son drones. Así mismito díganlo. Las emociones no son drones. Es obvio, pero igual lo digo. No enviamos drones para amar, por ejemplo. Las emociones son tripuladas. O debiesen, al menos, ser tripuladas. Un sueño no, digo yo, pero es normal que erremos, al pensarlos. No estoy ahí, les digo. Y nada siento, cuando lo digo. Así mismito es. Si quieren, pueden comprobarlo.

viernes, 4 de abril de 2025

Eso me complica.


De los demás, poco. Sus mentiras tal vez. Eso me complica. No las mentiras en sí, sino más bien no saberlas. No reconocerlas como aquello que son, quiero decir. Sí. Sin duda, es complicado. Y eso que no lo digo por mí, en todo caso. Después de todo yo me apaño bien entre ellas. El problema al que apunto es repetirlas luego, sin saberlas. Y hacerlas de esa forma, mis mentiras. Mis propias mentiras. Sí. Propias. Eso es. Que las mentiras de los otros se conviertan en mis mentiras, quiero decir. Eso me complica. No lo digo en todo caso pensando en mis palabras, únicamente. Las mentiras van ciertamente más allá de eso. Lo digo pensando, por ejemplo, en aquello que vemos. O en lo que veo yo, en este caso. Y es que me preocupa dejar de verlo como es, por no reconocer como mentiras las mentiras de los otros. Lo mismo pasa, por cierto, si pienso en las otras formas en que percibimos lo externo. En las distintas formas en que lo percibimos para luego transformarlo en algo nuestro. Puedes pensar en el mundo o hasta en uno mismo, en un espejo. Mentirnos porque mienten los demás, simplemente. Y porque no nos damos cuenta. Eso me complica.

jueves, 3 de abril de 2025

Moscas en la boca.


I.

Decidió abrir su boca y dejarla así, abierta.

Al menos hasta que al interior de ella, se metiera una mosca.

Una o varias, pero en realidad basta con una, señaló.

Parece mentira, pero les juro que es cierto.

Nunca conocí sus razones, pero fui testigo de aquello.

Supongo, en todo caso, que ella quería explorar una sensación nueva.

Para lograrlo, fue hasta un basural que quedaba en las afueras de la ciudad.

Me pidió que la acompañara, luego de ver una película, y por el camino me contó su plan.

El plan, por cierto, era tan básico que creo que ya lo dije.

De todas formas, lo repito:

Ir hasta el basural, abrir la boca y esperar que entrase la mosca.

Y claro, yo debía acompañarla y grabar ese proceso.

Sin entender para qué.


II.

La acompañé por la misma razón que la acompañaba siempre.

Una razón tan obvia, que creo innecesario nombrarla.

Esa vez, ella manejó todo el camino sin hablar del asunto de las moscas.

En cambio, me habló de un viaje que quería hacer y de la herencia que recibiría tras la muerte de una tía y que le permitiría cambiar de vida.

Cuando llegamos al lugar ya atardecía.

Nos adentramos un poco y elegimos el lugar donde grabaríamos.

Había todavía suficiente luz y las moscas eran abundantes, sin duda.

Pensé que sería más difícil, pero ella se agachó un poco, abrió la boca y esperó.

De vez en cuando la cerraba un poco para tragar saliva.

No pasaron diez minutos antes que entrara en ella una mosca.

Ella siguió con la boca abierta hasta que luego las moscas fueron dos.

Entonces cerró la boca, atrapándolas en ella.

Yo le hice un gesto que indicaba que la grabación estaba bien.

Subimos al auto.

Ella seguía con la boca cerrada.

Manejé yo, de regreso.

No me gustaba hacerlo y ni siquiera tenía licencia, pero ella me lo pidió con un gesto.

Ella revisó la grabación mientras volvíamos a la ciudad.

Nunca más abrió la boca.

O sea, nunca más hasta que llegamos a su casa.

Estacioné fuera, bajamos y comprendí que debía despedirme.

Nos miramos a los ojos.

Recuerdo haber pensado que las moscas saldrían de los suyos, como lágrimas.

No fue así.

Sonrió sin abrir la boca y me extendió una mano, a modo de despedida.

Yo le tendí la mía.

Luego la observé entrar, encender las luces y después nunca más volví a verla.

Supe, sin embargo, que tiempo después recibió la herencia de su tía y se fue a Noruega.

Nunca entendí, realmente, para qué.

miércoles, 2 de abril de 2025

Se juntaban a comer ensaladas.


Se juntaban a comer ensaladas.

Cada jueves a la misma hora, luego del trabajo.

Habían intentado hacerlo otros días, pero al final siempre, mientras comían, descubrían que era jueves.

Se reían diciendo que no sabían por qué.

Era tan extraño como simple.

Las ensaladas, además, no eran rebuscadas ni sofisticadas.

No preparaban nada gourmet, quiero decir.

Verduras de estación, simplemente.

Servidas sin un orden específico en grandes platos de vidrio.

Y siempre en abundancia.

Podría extenderme en teorías sobre las razones de estos actos, pero elegiré decirlo de una vez, para evitar malentendidos:

Lo de las ensaladas había surgido como una forma extraña de sentir que estaban cambiando su vida.

Lo expreso así, por cierto, luego de escucharlos hablar en varias ocasiones, sobre aquello.

En este sentido, aclaro, no es mi interpretación, en lo absoluto.

Son sus observaciones, simplemente, alineadas por mí.

El cambio que buscaban, sin embargo, nunca me quedó muy claro.

En principio era un cambio que querían realizar juntos, aunque luego cada uno lo distanció del otro.

El tipo de cambio, quiero decir, fue lo que se distanció.

Es decir, siguieron comiendo ensaladas juntos, pero aquello comenzó a ser percibido de distinta forma por cada uno.

De hecho, ahora hablan conmigo -de ese tema, al menos-, únicamente por separado.

martes, 1 de abril de 2025

Hombros sin cabeza / Una polilla


I.
Hombros sin cabeza. Sería mejor así, me dice. Tronco, extremidades y nada más. Llegar hasta los hombros y detenerse ahí. Si quieres un poco de cuello, pero sin cabeza. Hasta ahí puedo tranzar. Un trozo de cuello como un macetero lleno de tierra en la que no brota nada. Sí, sería mejor así, me dice. Miles de seres que lleguen hasta los hombros. Hombros sin cabeza. Estoy seguro que se las arreglarían bien. Chocarían de vez en cuando, es cierto, pero confío en el tacto. En la bondadosa naturaleza del tacto. Toda emoción sería piel. Toda creencia se congregaría en ese borde. Seríamos, probablemente, ese borde. Hombros sin cabeza, me dijo. Imagínalo así.


II.
Mientras me hablaba yo descubrí que había una polilla mordisqueándole su ropa. Bueno, en realidad no sé si mordisquean, pero vi la polilla en la parte baja de su chaqueta y la imaginé mordisqueando. Escuché lo que él decía, de todas formas, pero la polilla se convirtió en el canal por donde viajaba su mensaje. Entonces pensé que sin cabeza, tal vez no sería capaz de comprender la existencia de una polilla. Tal vez pudiese rozar una, alguna vez, pero quién sabe cómo la imaginaría. En eso pensaba hasta que él dejó de hablar y yo no supe entonces qué agregar o qué decir. Y claro, me limité entonces a asentir y nada más. Extrañamente, eso siempre deja conforme a los otros. O casi siempre, más bien. La polilla, mientras yo asentía, voló. En dos direcciones, creo.

lunes, 31 de marzo de 2025

Un paso.


Estorbarse a uno mismo.

No.

Miento.

Es peor que eso.

Lo sé y sigo.

Opaco el genio.

Lo escondo.

Entierro el amor como si fuesen talentos.

Luego me pierdo.

Me abandono.

Me muerdo la lengua para que la verdad no sea dicha.

Nadie quiere la verdad.

No es agradable.

Incomoda.

A mí, incluso, me asusta.

Prefiero andar a oscuras que encender esa luz.

Me tropiezo, es cierto, pero no sé con qué tropiezo.

Es mejor así.

La luz, probablemente me revelaría cosas que no quiero saber.

Pero miento.

Ya les decía que miento.

Y lo olvidaba.

No es mejor así.

Es más fácil, pero no mejor.

He roto el mapa mil veces, pero recuerdo el camino.

Tal vez simplemente no quiera ir.

Pero no.

No es eso.

Lo que ocurre es que me lleno de cosas, como anclas.

Cosas bellas, ciertamente, para no partir.

Para no decir.

Para no amar.

Es cierto.

Lamentablemente, es cierto.

Pero a mí, al menos, no puedo engañarme.

Y es que todo andar, si soy sincero, ha sido simplemente pasos de baile.

Un baile absurdo, por cierto.

Una invocación a nadie.

Otro estorbo, digamos.

Otro estorbo más a mí mismo.

Así, ocurre que son mis propios pies los que traban mis pasos.

Y claro, ocurre también que de vez en cuando alguien llega a quemar mis cosas.

Y yo no sé si dolerme o agradecerle, cuando lo veo alejarse.

No quema todo, sin embargo.

A veces pienso que solo me pone a prueba.

Y de cierta forma eso me emociona, porque es como si de cierta forma creyese aún en mí.

Y me obligase a hablar con verdad.

Y me invitase, de esa forma, a dar un paso.

domingo, 30 de marzo de 2025

Asomarse a la cornisa.



Asomarse a la cornisa.

Te advierten no acercarte a la cornisa.

Pero claro, tú haces caso omiso.

Siempre has sido así.

Vives asomándote a la cornisa de las cosas.

Nadie espera que cambies.

Menos ahora.

Por eso te dejamos hacerlo de esa forma.

Lo aceptamos igual que toleramos a los que salen a pedir.

Dejamos que estén entre nosotros, me refiero.

Los observamos estirar sus manos.

Algunos dirían que también se asoman a la cornisa, pero no es así.

Nosotros sabemos que no es así.

Y es que los que salen a pedir no aceptan de todo.

Una vez lo hablamos, hace mucho.

Esa vez, por cierto, hablamos del desgaste.

No sé si lo recuerdas.

Te acusé:

Luces tu vida gastada, pero es un engaño, te dije.

La compraste así, como los jeans de antaño.

Tú escuchaste, estoy seguro, pero no te molestaste en responder.

Permaneciste igual, sin cambios:

Asomada a la cornisa.

Tu silencio fue perfecto.

Y es que un ataúd puede tener fisuras, pero tú no.

Tú caes, sin duda, pero caes de pie.

Una y otra vez caes de pie.

Y a tu caer le llamas pasos.

Sin voz, incluso, lo nombras.

Desde la cornisa, como siempre.

Escucha.

Escucha y espera.

Solo el azar es lo que suena.

Dios nunca se ha atrevido a pronunciar una sílaba.

sábado, 29 de marzo de 2025

Demasiados.



¿El problema?

El problema es que somos demasiados.

Y que somos demasiados usando demasiadas cosas.

Aclaro, sin embargo, que no es que esté en contra de las cosas.

Tampoco es que me queje de la abundancia de ellas.

Las cosas, de hecho, están bien.

Apruebo su existencia, digamos, sin reparos.

Aunque a nadie, por cierto, le interese lo más mínimo esta aprobación.

Dicho esto, me gustaría señalar que el problema no radica tampoco en nosotros mismos.

Ni siquiera en la demasiada cantidad de nosotros mismos, que mencionaba en un inicio.

Y es que puede sonar contradictorio, pero lo cierto es que el problema comienza cuando hablamos de usar las cosas.

Sí: recién entonces comienza.

Ese es el problema.

Esa es la raíz, digamos, del problema.

Usar las cosas.

Manipularlas al punto que creemos que han sido diseñadas para nuestro uso.

Y claro, ocurre entonces que colonizamos las cosas.

Les quitamos su independencia.

Las esclavizamos, incluso.

No reconocemos su derecho a ser cosas separadas de nosotros.

Negamos su derecho a existir por su propia cuenta.

Eso es lo que ocurre.

No reconocemos, en definitiva, la república de los objetos.

Y como somos demasiados, ocurre demasiado.

Y cada vez son menos las cosas que se mantienen puras.

Incorruptibles a nosotros, quiero decir.

Como cosas en sí mismas.

¿Cuál es el problema entonces?

¿Es uno, acaso, el problema?

Pues sí, les digo, es uno.

Aunque podemos decirlo de diferente forma:

La escasez de cosas sin uso.

La casi inexistencia de cosas puras.

La extinción de las cosas para sí mismas.

Puede usted incluso formular otra expresión, pero el problema seguirá siendo el mismo.

Y estará ahí.

Aunque finjamos, otra vez, no verlo.

viernes, 28 de marzo de 2025

A veces no lo entiendo.


Habla raro. A veces no le entiendo. No por las palabras sino por la unión de lo que cuenta. Igual es difícil de explicar. El otro día, por ejemplo, me contaba que le gustaba escuchar la radio del vecino. No sé por qué me habló de eso, pero de pronto me encontré en medio de esa historia. Aunque claro, probablemente sea menos que una historia, en realidad. Una confesión, apenas. Me dijo que el vecino era un hombre mayor y que escuchaba apenas. Y que acostumbraba poner a gran volumen una radio vieja, sintonizando programas de esos que ya casi ni existen. De esos con noticias de zonas rurales y comentarios de noticias o situaciones que pueden ocurrir en cualquier lugar. El caso es que me cuenta que le gusta escuchar todo aquello. De hecho, me dijo que aquello le permite concentrarse en hacer lo que no le gusta hacer. Y claro, yo le pregunto qué es aquello y él cambia de tema. Habla de un viaje que hizo al norte, de un libro de un autor nórdico o de unas mandarinas que compró el domingo pasado y que no ha querido comer. Creo que le gustó tanto el aroma de estas últimas que no quería tocarlas, siquiera. Cómo sea, lo cierto es que habla raro. No miente, digamos, pero evade. Tiene derecho, por supuesto, así que lo dejo hacer. No me molesta, además, solo me extraño. De hecho, podría decir que escucharlo me apacigua. Y me permite a mí mismo pensar en otras cosas. Cosas concretas, me refiero. Cosas que extrañamente no puedo pensar cuando no oigo a alguien más hablar de la forma en que habla él. Arreglar una luz, por ejemplo, o botar algo que dejé hace semanas en el refrigerador. Unas mandarinas, por ejemplo. Un círculo vicioso, probablemente, pero sobre todo necesario. A veces no lo entiendo.

jueves, 27 de marzo de 2025

Da lo mismo quién, yo digo Nadie.



Nadie.

Da lo mismo quién, yo digo Nadie.

Como si fuese un nombre, lo digo.

Como si le hablase directamente y estuviese frente a mí.

Nadie.

Sin apuro, lo nombro.

Después de todo, sé que vendrá.

Es necesario.

Sin duda, es necesario.

No la sed, probablemente, pero al menos la memoria de la sed.

Es cierto.

Nadie notará la diferencia.

Entonces, los oiré hablar como si tuviesen sentido, sus palabras.

Luces y sombras, dirán.

Calor y distancia, dirán.

Entre otras cosas.

Yo, por supuesto, fingiré que es cierto.

O que tiene sentido, más bien.

¿Qué sol?, les preguntaré entonces.

¿Hablan del sol, no es así?

Pero claro, ellos simplemente se mirarán unos a otros.

Y luego, intentarán disimular que no saben de qué hablan.

Y es que eso es lo que ocurre siempre.

O casi siempre, para no exagerar.

Nadie sabe de qué habla.

Por eso, afirmo, da lo mismo quién.

Y por eso yo prefiero decir Nadie.

Nombrarlo, como decía en un inicio.

Llamarlo.

Convocarlo.

Y buscarlo en el espejo, aunque no aparezca.

Es así.

Es así como se desprende, quiero decir.

Como se desprende lo que sobra de nosotros.

Aquello que sobra y que éramos también nosotros.

Sin duda.

Nadie habla de ello.

Nadie lo espera.

Pero lo oigo venir.

miércoles, 26 de marzo de 2025

Los ojos de Edipo.



I.

Encontré bajo mi almohada los ojos de Edipo.

De pura casualidad los encontré.

Estaba buscando algo que ahora, ya no es importante.

Aunque lo fue.

Los ojos, por cierto, estaban intactos.

Sin heridas aparentes, me refiero.

Y me miraban, incluso, más asombrados que yo.



II.

Como era de noche decidí encender la luz, para observar mejor.

Lo hice.

Nos miramos un rato.

Nada decían, pero yo sabía que los conocía de algún lado.

Son los ojos de Edipo, descubrí entonces.

Supongo que no pude ocultar el asombro.

Ellos adivinaron y parecieron asentir.

Se produjo un silencio incómodo.

Disculpen el desorden, les dije.

Aunque ellos, ciertamente, no hacían caso de mi cuarto.

Solo me observaban a mí.

Por eso, repetí: disculpen el desorden.



III.

Parecían tranquilos, los ojos de Edipo.

Nada había en ellos que demostrara inquietud.

Me refiero a que no parecían tener culpa.

Y tampoco, en modo alguno, me estaban juzgando.

Así y todo, no sabía bien qué debía hacer.

De qué forma interactuar con ellos, quiero decir.

Además, como no estaban sus orejas, pensé que era inútil hablarles
o preguntarles cualquier cosa.

Igual, como están tapados por la almohada, no deben haber visto nada, me dije.

Eso me tranquilizó.

De hecho, fue por eso mismo que, tras unos minutos, decidí volver a taparlos.

Nada tienen que ver acá, me dije, para justificarme.

Tras esto, apoyé mi cabeza sobre la almohada que estaba sobre ellos.

Apagué la luz.

E intenté dormir.

martes, 25 de marzo de 2025

Llueven palabras, no ideas.



Llueven palabras, no ideas.

No te inquietes.

Cualquier cuestionamiento es, a fin de cuentas, innecesario.

Quédate tranquilo.

No es algo que debas descifrar.

Solo cuídate al salir.

Cuídate de las palabras, me refiero.

Que no te golpeen las más grandes.

No expongas la piel a sus bordes.

No pises las ya caídas, si vas descalzo.

No te confíes.

Lo que importa de ellas, por esta vez, no es su significado.

Solo caen.

Piénsalo así.

Nadie está tratando de decirte algo.

No hay mensajes ocultos.

No hay motivaciones secretas al dejarlas caer.

Puede que se forme algo, es cierto, pero solo es fruto del azar.

Un poema dadaísta, digamos.

Piensa, si quieres, en esas antiguas sopas de letras.

Imagínatelo así.

Puedes jugar a formar algo, es cierto, pero no es el punto.

Y al final, por si fuera poco, la sopa se enfría.

Hazme caso.

Solo cuídate, al salir.

O si prefieres: no salgas bajo esa lluvia.

Protégete.

Sobre todo, protégete.

No indagues.

No descifres.

Cubre tus oídos, incluso, para que no salpiquen.

Déjalas caer, simplemente.

Si parecen decir algo, no las oigas.

No hay significados ocultos para ti, fuera de ti.

Repítelo como un mantra:

No hay significados ocultos para ti, fuera de ti.

Recuerda: llueven palabras, no ideas.

No te inquietes.

lunes, 24 de marzo de 2025

En el cuaderno del mundo.


I.

En el cuaderno del mundo.

Tu nombre no se escribe con mayúscula.

Más aún: es indistinto a otros nombres.

Compartes signos, en este sentido, con una gran cantidad de otros.

Y es así, por cierto, hasta que comienza una nueva etapa.

Desde entonces, no eres ya individuo, aunque lo creas.

Eres parte, nada más.

Y el mundo -seamos sinceros-, ha dejado de prestarte atención alguna.


II.

Es extraño.

O mis sensaciones son extrañas, más bien.

Como si sintiera que requieren de un medio para salir o entrar en uno.

Suena extraño, probablemente, pero aquí les va un ejemplo:

La certeza de que existe en nosotros algo similar una máquina.

Una máquina de amar y una máquina de olvidar.

Una máquina en total, en todo caso.

Con dos funciones, al menos.

Uno para cada uno.

Y sin manual.


III.

Existe, sin duda, el cuaderno del mundo.

No se trata, en este sentido, de una expresión antojadiza.

Escribimos en él, desde siempre, sin saber qué escribimos.

Nada trascendente, en todo caso.

Una sola frase, apenas, entre todos.

Los signos que trazamos, por cierto, son también producto de una máquina.

De esa única máquina que mencionaba anteriormente.

Esto, claro está, no es una acusación ni una queja.

No es bueno ni malo, digamos.

Así es.

domingo, 23 de marzo de 2025

¿Un deseo?


¿Un deseo?

No sé.

Tal vez el acceso a algo.

Algo que no altere en demasía las cosas, en todo caso.

Un conocimiento simple, por ejemplo.

Algo que no dé ventajas.

A ver, déjame pensar…

Hmm…

Ya lo tengo:

Saber lo que no merezco.

Sí, eso estaría bien.

No es gran cosa, pero me ayudaría un poco.

Saber eso para rechazar lo que no es para mí, por ejemplo.

Y para reconocer, de paso, lo que está en exceso.

Sin apuro, digo yo.

Seguro y tranquilo, sobre todo.

Comprender y despojarse de a poco de aquello que no estaba acorde a tu valor.

Hacer eso, entonces, y repetir la acción.

No importa en cuantas ocasiones.

Así, hasta quedarte únicamente con lo que mereces.

Aunque sea poco, quedarte con ello.

Y aunque sea nada, incluso.

¡Sobre todo si es nada!

Las manos abiertas, simplemente, porque estás en lo correcto.

La mirada al frente, sin miedo.

Orgulloso, porque has gastado el deseo de buena forma.

Rotos los bolsillos.

Te has aliviado, sin duda, del peso.

Mejor aún: nos hemos aliviado.

Sabes lo que no mereces y eso, por supuesto, está bien.

¿Un deseo, entonces?

¿Otro deseo?

No sé.

Es cierto.

Casi lo olvidaba...

¡Sobre todo si es nada!

sábado, 22 de marzo de 2025

La tragedia interior.



Escuché a alguien hablar de la tragedia interior.

Entonces imaginé a Edipos, Medeas, Electras y Orestes dando vueltas dentro mío.

Físicamente los imaginé, quiero decir.

Presentes de forma tangible en el interior de mi cuerpo.

Por ejemplo, percibí a una Ifigenia escondida en uno de mis codos, que me molesta hace unos meses.

Y escuché a una Antígona hablando bajito -pero firme-, bajo mi sien derecha.

Ahora bien.

Dejo hasta ahí los ejemplos, esta vez.

Los dejo porque al ser parte de mi tragedia interior, debiesen permanecer, sin duda, dentro de mí.

Como parte de una función dirigida a un único espectador, que es también el anfiteatro y el texto.

Ensayando, practicando escenas, probando matices en sus voces para que los parlamentos se expresen finalmente de manera perfecta.

Sí. Así es.

Eso imaginé, aunque varios insistieron en que el concepto de “tragedia interior” apuntaba más bien a otra cosa.

Ingenuos, ciertamente, todos ellos.

Yo discutí, por cierto, compartiéndoles mi percepción y hablándoles de esa última función que se prepara en el interior de todos.

La verdadera tragedia interior que se gesta, se transforma y se ensaya día a día.

Lamentablemente, ellos prefirieron no escucharme.

Y no prestar atención, de paso, a las otras voces que habitaban dentro suyo.

¡Qué pena…!, me dije. Por eso no hay catarsis.

Ellos se pierden a sí mismos.

viernes, 21 de marzo de 2025

No exijo.



I.

No exijo.

De verdad no exijo.

Pero de vez en cuando me gustaría que terminase por llegar algo que espero.

No hablo, por cierto, de algo en concreto o específico.

No tengo nada en mente, en realidad.

Así y todo, pienso que sería agradable que (sin exigir) llegase algo
que uno bien podría pedir a gritos.

No solo por pedir, claro está, sino por carecer de ese algo.

Pero claro… eso es casi como exigir y no lo quiero de esa forma.

Y es que quiero agradecer, tal vez.

Algo en mi interior, sospecho, ansía la gracia.



II.

Mientras espero que eso pase, sin embargo, no me quedo.

Camino, conozco… vitrineo un poco.

Nada en especial es lo que busco.

Tampoco lo hago con apuro.

Si hasta tumbas voy a ver.

De hecho, podría decir que el mundo entero se ha convertido, para mí,
en una especie de catálogo.

De todas formas, entro y salgo del catálogo como si mirase un refrigerador vacío.

Ningún dios es del color que busco.



III.

No exijo.

Pero ando por ahí buscando si alguien me entrega de pronto eso que busco.

No es que lo pida, siquiera, pero quién sabe.

Hoy mismo, por ejemplo, escucho a unas chicas hablando de algo extraño.

Discutían, o eso me pareció, sobre el color de los párpados por dentro.

Un color que no ve el ojo, por supuesto, o que no sabe que lo percibe.

Y claro, me quedé en esa frase como en una estación en la que de pronto se detiene el metro.

Por más tiempo del habitual, quiero decir.

Entonces, como no exigí que volviese a andar (y nadie lo hizo)
decidí aprovechar el tiempo y sincerarme un poco.

No exijo, me dije.

Todavía no exijo.

Y rompí de un solo golpe, el catálogo en dos.

jueves, 20 de marzo de 2025

Te lo cuento rápido.



Te lo cuento rápido. Estoy en la peluquería cortándome el pelo. No iba desde hacía meses, pero todo estaba igual. El peluquero me conoce y yo le pido el mismo corte. Cruzamos un par de frases mientras él comienza a hacer su trabajo. Todo bien, digamos hasta que se escucho un sonido extraño. Como un chasquido o algo así. La tijera trabándose, supongo, pero entonces algo cae sobre mis piernas y el peluquero presiona una toalla que se va volviendo roja, rápidamente. Lo que cayó sobre mis piernas era algo así como un ravioli. Me demoro un poco hasta entender que se trata de un trozo de oreja. Otro peluquero se acerca y la recoge y poco después el trozo de oreja ya está dentro de un frasco, en el que echan alcohol o algo similar. Mientras me piden disculpas y se organizan para llevarme a urgencias y o me alejo un poco y me observo en un espejo. Ya me he enjuagado el rostro y la cabeza y es entonces cuando descubro que mis orejas están bien. No les falta nada, quiero decir. Tampoco veo que ahora brote sangre. Igual el trozo ese no es mío, les digo. Ellos asombrados me revisan y no parecen comprender. Yo recuerdo una película que hablaba de multiversos y pienso que la tijera tal vez llegó a otro sitió y cortó algo que luego trajo hasta acá. No digo nada de esto, en todo caso, pero aquello me sigue rondando en la cabeza hasta que llego a casa. Llevo todavía el frasco con el trozo de oreja que no sabemos de dónde salió. Guardo el frasco con la oreja en el refrigerador. Cuento mi historia a unos amigos, pero creen que bromeo. Pasan así unos días. Entonces una noche, luego del trabajo saco el frasco del refrigerador y descubro que el trozo de oreja ha crecido. Igual que los brotes de lechuga y otras verduras que mi abuela guardaba en frascos con agua para que volviesen a brotar. La oreja, de hecho, ahora está entera. Ocupa casi todo el frasco cuando la saco y decido lavarla para revisarla con mayor detenimiento. Por un momento pienso que si la dejo crecer tal vez termine brotando un cuerpo. Sé que es absurdo, pero eso es lo que pensé. Luego, sin pensarlo mucho, me acerqué esa oreja a una de las mías y presté atención. Me pareció escuchar voces o algo similar desde el otro lado de la oreja. Hablaban entre ellas, al parecer, pero no pude notar qué decían. Igual transcribí algunas palabras sueltas, pero no les encuentro mucho sentido. Si tienes tiempo otro día puedo mostrarte esos apuntes, pero ahora simplemente te lo cuento rápido. No para qué juzgues ni nada, pero para qué sepas un poco en qué estoy. Casi siempre es por eso, a fin de cuentas. Cuando te hablo, quiero decir. Todo bien, por cierto, más allá de esto. Todo bien. Ahí me cuentas, si quieres saber más.

miércoles, 19 de marzo de 2025

La cuchara vacía.



-La cuchara vacía.

-¿Qué dices?

-Dije: la cuchara vacía.

-¿Y qué es eso?

-¿Qué es qué? ¿La cuchara vacía?

-Sí, eso.

-¿No sabes lo que es una cuchara?

-Claro que sé.

-¿Y entonces?

-Nada... pero supongo que saber eso no basta para entender qué quieres decir con lo de la cuchara vacía.

-Pues ahora soy yo el que no entiendo.

-¿A qué te refieres?

-Quiero decir que no sé qué quieres entender...

-Lo de la cuchara vacía. Eso quiero entender.

-¿Lo de la cuchara vacía?

-Sí, eso.

-Hmm… ya veo.

-¿Y?

-Creo que no va a poder ser...

-¿Cómo?

-Ya sabes… hay cosas que no se entienden hagas lo que hagas y es mejor dejarlas así. Sin entenderlas, quiero decir. Y conviene más seguir adelante.

-¿Dejarlas vacías, dices tú?

-Hmm… No pensaba en esa palabra realmente, pero sí, puede ser… Dejarlas vacías...

-¿Como cucharas vacías?

-Si lo quieres decir así, por mí no hay problema...

-¿Y de esas cucharas es de lo que hablabas?

-No... No hablaba de nada genérico. Hablaba de LA cuchara vacía.

-¿Alguna en especial, entonces?

-Claro... la cuchara original, la que experimentó el primer vacío, digamos.

-¿Y es muy distinta de cualquier otra?

-¿Cómo?

-Al ser una cuchara en particular, me refiero...

-No, no es muy distinta, en realidad. Pero supongo que para mí es algo así como un arquetipo... no sé.

-...

-...

-La cuchara vacía...

-¿Qué dices?

-Nada especial. Lo mismo que tú, simplemente, hace un rato.

-No es lo mismo.

-Tal vez no, es cierto, pero casi.

martes, 18 de marzo de 2025

El coche no parte y no sabes.

El coche no parte y no sabes. No sabes por qué, me refiero. Estás dentro y lo intentas hacer partir una y otra vez, sin lograrlo. Dejas de insistir entonces, por un momento. Podrían dedicarte a pensar qué le ocurre, pero lo cierto es que no sabes nada de autos. Nada de su mecánica, quiero decir. Nada de su funcionamiento. En este instante, por ejemplo, solo sabes que no parte. Que no quiere, digamos, echarse a andar. Así y todo permaneces dentro. Como si esperaras algo que no sabes. Algo que no sabes qué es, quiero decir. Entonces, respiras hondo y observas. Extrañamente, no fijas la vista en el interior ni en el exterior del auto. Tu observación apunta más bien a fijarse en el límite del auto. En el borde. En el lugar preciso en que termina el auto mismo y lo que existe fuera de él. Ahora, de cierta forma soy el auto, piensas. Soy el auto porque estoy dentro suyo, te dices, y al igual que él me he detenido. No partes, digamos. No te echas a andar. Si fueras el vehículo de alguien probablemente ese alguien estaría dentro tuyo, deteniéndose justo ahora, igual que tú. Y vaya uno a saber si mi piloto es también vehículo de otro piloto y todo ha comenzado a detenerse poco a poco. Todo quieto, pero a la vez todo unificándose en esa misma quietud. Y claro, el tiempo pasa y debieses estar pensando ahora en aquel sitio al que planeabas dirigirte. Un buen sitio, sin duda, aunque ahora no puedes recordarlo. Solo recuerdas que el coche debía partir y no parte. Y que, como dejaste pasar un tiempo ahora puedes volver a insistir, si así lo quieres. Lamentablemente, compruebas, el coche no parte en lo absoluto.No parte, digamos, y aún no sabes el por qué. Y eso te inquieta, por supuesto. Tampoco se echan a andar las respuestas, te dices. Todo falla un poco, pero está bien. Así, tranquilo, reclinas el asiento. Aprovechas de descansar un rato antes de volver a intentarlo. El coche no parte y no sabes, te digo entonces. Tú me observas. Y así.

lunes, 17 de marzo de 2025

Para que no escuchen los de atrás.



Voy a un bar donde toca un grupo que me recomendaron.

No iba a ir, en principio, pero el nombre del grupo me resultó llamativo: “Para que no escuchen los de atrás”.

Tocaban una especie de jazz fusión, aunque su mayor gracia no era precisamente el estilo de música que tocaban.

Digo esto porque lo que en realidad llamaba la atención del grupo -y que además explicaba su extraño nombre-, era que todos los temas que tocaban se percibían a un volumen extremadamente bajo, por lo que, efectivamente, era imposible de escuchar por aquellos que se encontraban más lejos del grupo, en el bar.

Estoy consciente, sin embargo, que hablar de volumen del sonido es una apreciación subjetiva, pero estoy seguro que si hubiésemos medido la intensidad, la presión del sonido o hasta el fon y el son de su música, estos habrían respaldado -hasta cierto punto, al menos-, mis primeras apreciaciones.

-Siempre tocan bajito -me comentó alguien, casi en un susurro-, como si no quisiesen incomodar a nadie…

Yo asentí.

-A veces imagino que son unos adolescentes ensayando a escondidas en la casa de sus padres -agregó luego la misma persona-, o imagino que están contando una especie de secreto, en un lenguaje extraño… imposible de amplificar.

-Ya... -dije yo, mientras le hacía un gesto para que dejase de hablar.

No es que me molestasen sus explicaciones, por cierto, pero lo cierto es que uno dejaba de escuchar la música del grupo, si uno prestaba atención a algo más.

El grupo siguió así, extendiendo su música por casi dos horas, con breves pausas entre tema y tema hasta que anunciaron que cerrarían el local.

Los que estaban ahí cuando se despidieron, aplaudieron muy bajito, aunque largo rato.

Yo, como lo encontré un poco injusto, intenté aplaudir un poco más fuerte, pero los mismos integrantes me hicieron callar.

-Para que no escuchen los de atrás -dijo uno, sonriendo.

Eso les quería contar.

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