sábado, 5 de octubre de 2024

Ella veía un niño.


De vez en cuando ella acostumbraba decir que veía un niño.

Un bebé, al parecer, que podía estar durmiendo, despierto o haciendo alguna cosa sin importancia.

Lo comentaba así, de improviso, sin que viniera a cuento y sin darle mayor importancia.

“Parece que se durmió”, decía de pronto, mirando hacia un costado.

O: “ahora está concentrado mirándose una mano”.

Cosas así nos decía, sin profundizar, como una observación rápida, antes de volver a estar plenamente con nosotros.

Completamente en el mundo real, decíamos, cuando hablábamos del asunto.

No lo hablábamos con ella, por cierto.

O al menos dejamos de hacerlo cuando comprendimos que lo decía en serio.

Y es que, al menos en un principio, elegimos pensar que bromeaba.

No se reía, no nos producía gracia, pero igualmente era más fácil clasificarlo como una broma.

Poco a poco, sin embargo, comenzamos a preocuparnos.

“Está fingiendo que duerme”, comentó una vez.

“Intenta no crecer, pero ya no puede evitarlo”, señaló en otra.

En este sentido, las acciones que describía comenzaron a parecernos más extrañas.

Y el tono con que las decía dejaba traslucir cierta preocupación, o temor incluso.

Por esto, decidimos que era mejor hablarlo con ella directamente y me tocó hacerlo a mí.

Y es que decían que yo, supuestamente, era el más cercano con ella.

Fue entonces que un día nos juntamos a solas y luego de un largo preámbulo le dije que quería hablar con ella seriamente.

“Dice que se va a ir contigo”, me dijo antes de comenzar a hablar.

“Ya ha aprendido a hacer daño”.

La observé mientras ella hablaba.

Nos miramos fijamente y noté que le brillaban los ojos.

Estaba tensa, y era como si me rogase no hablar sobre aquello.

Decidí, por lo mismo, evitar el tema.

Cuando nos separamos ella se acercó y me dijo al oído:

“Disculpa”.

Luego, lentamente, me fui del lugar.

Me pareció que no iba solo.

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