Como no sé bien cómo explicarlo le digo que soy de cierta forma un polígono. Sí, un polígono, le digo. Aunque claro, no sé exactamente de cuántos lados. Podría contarlos, es cierto, pero cuando intento hacerlo siempre cambian. Los lados, quiero decir.... Los lados son los que cambian.
Ella me mira extrañada.
Lo que sí sé, digo ahora, es que soy un polígono y no un poliedro. Eso al menos puedo asegurarlo. Y es que la comprensión que me brindan mis dos dimensiones me alcanza al menos para eso.
Ella sonríe y yo me quedo en silencio unos segundos, observándola.
Pues si eres un polígono, dice ella, ahora, probablemente tengas dos lados de Hamlet, dos de un imbécil cualquiera y los otros… bueno, los otros quién sabe.
La tercera dimensión es un engaño, agrego ahora, en tono serio. Me refiero a que la profundidad o la proyección en el espacio nos convierte en otros.
Ella asiente.
Sí, continúo, reflexivo. De ahí es de dónde nacen los problemas... Pero el polígono, al menos, es puro. Me refiero a que no aspira a ser más que sus propios lados.
Pero cambia de lados, interrumpe ella.
Claro, cambia, le digo, o cambiamos, más bien… Pero lo hacemos como una especie de reflejo natural, nada más. Cambiamos porque el corazón late…
¿Porque el corazón late…?, repite ella.
Así es, le digo. Porque el corazón late. Un lado más y poco después uno menos. Sístole y diástole, si te fijas… Y así hasta que olvidas que tienes corazón. O que tienes uno plano, sin profundidad alguna.
Ya, dice ella.
Yo asiento, conforme.
Así nos comprendemos.
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