Fue hace quince años cuando nos enteramos sorpresivamente que teníamos parientes rusos. Al parecer una hermana de nuestra abuela se había casado con un paramédico de san petesbrugo y habían tenido 14 hijos.
Si bien ninguno de ellos salió nunca de su país ni aprendieron español, nuestra tía abuela les puso nombres criollos que ellos fueron a su vez heredando a las futuras generaciones.
Fue así que nos enteramos de que teníamos parientes rusos que se llamaban, por ejemplo, Pedro, Arturo, Eulogio y Raymundo.
De hecho, fueron estos cuatro quienes viajaron a chile y nos contactaron diciendo (por medio de un traductor electrónico bastante deficiente) que querían conocer está rama de la familia y que incluso pretendían asentarse en nuestro país.
Dos años después, sin embargo, uno de ellos se encontraba muerto, otro preso, uno con una pierna menos y el otro en Argentina.
Me gustaría decir que gracias a ellos conocí a Bulgakov, a Berberova o por último a Gogol, pero lo cierto es que no aprendí nada salvo como preparar una gran variedad de bebidas alcohólicas a partir de aguardiente.
Tres de ellos, además (tres porque el otro ya había muerto) se quedaron con los únicos ahorros que hasta entonces había logrado reunir y que les confié cuando me explicaron (en ruso) sobre una excelente inversión.
Excelente en ruso se dice otlichnny, por cierto.
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