I.
No es Ulises.
Nunca fue Ulises.
Él se estuvo quieto, nada más.
Quien se movió fue Ítaca.
Intentó alejarse primero, atenta a cualquier oportunidad.
Por ejemplo, cuando Ulises levantaba algún pie.
O más bien, en el momento justo en que Ulises no tenía ninguno apoyado sobre tierra.
Es difícil de explicar, pero imaginen a un niño que salta sobre una alfombra.
Luego, imaginen que alguien, mientras el niño está en el aire, la retira.
Pues eso mismo hizo Ítaca cuando abandonó a Ulises.
Solo qué Ítaca era al mismo tiempo la alfombra y ese alguien que la retira.
Cuestión de voluntad, digamos.
E Ítaca, en este caso, fue también la voluntad.
II.
No sé sus razones.
Tampoco las invento.
Elijo no hacerlo, más bien.
Hablo, por supuesto, de las razones de Ítaca.
No observo, de hecho, ninguna razón más.
Y es que Ulises, como no tiene voluntad, carece también de razones.
Solo se deja llevar, digamos.
O se deja caer, mejor, en el sitio que le otorga la voluntad de otro.
Así, de tanto tironear del mundo, Ítaca lo deja caer en Troya, por ejemplo.
Y entonces Ulises se confunde y se enorgullece de méritos ajenos.
Lo nombran incluso soldado del mes y no agradece.
Luego, por supuesto, Ítaca vuelve a moverlo de un lado a otro, un tanto indecisa.
¡Tanto esfuerzo para que pueda aprender un hombre!, se dice.
Años después, ya cansada, decido acercarlo nuevamente y lo lleva hasta sus costas.
Lo ayuda a entrar, poco después, al que había sido su palacio.
Una vez ahí, desde abajo, Ítaca intenta preguntarle algo al viejo Ulises.
¿Sirvió?
¿Sirvió de algo?
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