-Antes de acostarme yo me afeito –dijo R.-. De hecho, cuando por alguna dificultad no logro afeitarme, prácticamente no puedo dormir.
-¿Y qué dificultad puedes tener como para no afeitarte? –preguntó T.
R. lo pensó un rato.
-Muchas –contestó R.-. Cortes de agua o de luz, estar en algún sitio que no es tu casa… bueno, no sé. Lo cierto es que ahora no se me ocurren, pero siempre puede haber dificultades... Una vez por ejemplo no pude porque tuve un ataque de hipo… Era peligroso.
-Entiendo -comentó T.
Pasaron unos segundos sin que ninguno hablase.
-¿Tú te afeitas por las mañanas? –preguntó R., buscando retomar la conversación.
-A veces –dijo T.-. La verdad es que no tengo una hora exacta. No es algo que me preocupe mucho.
-Qué afortunado –comentó R-. Yo hace casi quince años que tengo esta manía. ¿Y qué daría yo por no preocuparme…! De hecho, intenté dejarlo por un tiempo, pero no pude. Me daba vueltas en la cama y me parecía sentir picazón en las zonas donde la barba estaba levemente crecida.
-Parece molesto –dijo T.-. Lo lamento.
R. asintió, inclinando levemente la cabeza. Luego volvió a hablar.
-¿Usted no tiene una manía antes de irse a dormir?
-No –dijo T., rápidamente-. Lamento no poder compartir su obsesión.
-No se preocupe –dijo R., dando por cerrado el tema-. Ya con la intención basta.
Por último, antes de separarse, comentaron un poco sobre la forma errónea en que algunos escritores construyen algunos diálogos.
-Yo creo que debiesen aprender de Wingarden, o de William Gaddis –dijo R.
T. asintió.
En silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario