Gané mi primer concurso de escritura cuando tenía doce años. Lo gané de casualidad. Sin saber que participaba, incluso. Un profesor envió una narración que había escrito en el último ítem de una prueba. La narración se llamaba “Mi vida como un funeral vikingo”. No recuerdo las indicaciones del ejercicio ni qué se nos pedía escribir en esa oportunidad, pero en el relato yo iba tendido en una embarcación, con mis pocas pertenencias a los lados. Eso es lo que recuerdo del relato, al menos. Eso y que en algún momento el personaje tendido en la embarcación (yo, supuestamente), dudaba si arrojar mi cuerpo al agua y abandonar las cosas, o si debía permanecer tendido ahí, tranquilamente, entre ellas. Cómo sea, lo cierto es que en un momento dado el profesor me entregó una invitación para asistir a la premiación, que se realizaba en otro colegio de la comuna, que había organizado aquel concurso. La invitación estaba dirigida a mis padres, en todo caso, en su rol de apoderados. Dudé mucho en entregarla pues pensé que asistir, para nosotros, se traduciría en una serie de problemas y situaciones que preferí evitar. De todas formas, era un concurso pequeñito, en el que solo entregaban un diploma y un libro de lecturas escolares. Lo supe porque el profesor que envió el relato me los entregó un día, al término de una clase. Lo hizo de forma silenciosa, sin decirle a los demás. No sé bien por qué, pero creo que pensó que mis padres se molestaron por haberlo enviado sin consentimiento e incluso me pidió disculpas. Esa misma tarde, por cierto, de camino a casa, boté el diploma en el basurero de una plaza y dejé el libro sobre el pasto, para que se lo llevara alguien más. Supongo que tenía miedo que mi madre los descubriera y tener que dar explicaciones. No hubo pasión ni fuego en aquello, solo un abandono frío. Y mi cuerpo, ciertamente, nunca se incendió.
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