Cosechas lo que siembras, te dicen, como si fuese una buena noticia. A mí, sinceramente, me parece una maldición. Saber de antemano lo que producirá la semilla, me refiero. Y no lo digo pensando en acciones o aspectos de nuestro comportamiento y las consecuencias que estos traigan –cuestión que vendría a anular, además, la pureza que otorga valor a estas mismas acciones-; yo más bien hablo de semillas y cosechas concretas, cuyo lazo de unión es tan lógico que llega a resultar triste. O así al menos lo percibo yo. En otras palabras, el problema que identifico es conocer previamente lo que siembras. Saber de antemano las características de la semilla, y hasta el modo de hacerla crecer.
-¿Y entonces? –me preguntan.
-¿Entonces qué? –digo yo.
-Entonces, según dices, ¿uno debiese sembrar al azar las semillas? ¿Tenerlas todas juntas en una especie de saco, por ejemplo, e ir sembrándolas al azar?
-Algo así –acepto-. Aunque siguiendo el ejemplo del saco yo metería en él todo tipo de cosas… No solo semillas, quiero decir, y trataría en lo posible de olvidar que estoy sembrando, cuando estas cosas caen a tierra…
-¿Y olvidarse también de cosechar? –me preguntan ahora con un tono de reproche.
-Sí –afirmo-. Sobre todo olvidarse de cosechar. Esa es, probablemente, la clave.
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