Me gusta el comienzo de “La mujer que mató a los peces”, de Clarice Lispector.
Ya alguna vez, más claro, les hablé de ella.
Hoy no me atrevería a aquello, pero al menos puedo contarles de ese inicio.
Del comienzo de “La mujer que mató a los peces”, me refiero.
En él, Clarice (asumiré la incorrección de nombrarla de esa forma, pues me niego a decir “la narradora”), adelanta que ella es, lamentablemente, la mujer que mató a los peces; dejando inmediatamente resuelto el misterio del posible asesino, pero dejando abierto, al mismo tiempo, un misterio mayor. No el cómo ni el cuándo ni el porqué… si no que entrega a nosotros una decisión mayor: la de culparla o no de aquellas muertes, luego de terminar de leer su narración.
Ella lo expresa de esta forma: “Y vosotros, al final de esta historia, me perdonaréis o no”.
Ahora bien, conociéndola -un poco-, desde antaño, me resulta innegable que esa sentencia, acá explicita, es también compartida por la totalidad de sus obras… o por ella misma, más bien, sea quien sea ese lector que esté llamado a perdonarla.
Esto, que puede parecer obvio a algunos que también la conozcan, nos lleva entonces a la difícil decisión de culparla o no, al final de la lectura.
Difícil decisión, por cierto, pues todo nos llama a perdonarla… pero de cierta forma Clarice deja ver que necesita más bien ser culpada. Ser reconocida como alguien capaz de cargar incluso, con aquellas culpas, y vivir entonces con el peso exacto se su ser. De su sí misma.
Podría desarrollar esto, aludiendo a algún otro de sus escritos, pero obviamente no es lo central aquí, y el pequeño propósito -que no he señalado abiertamente-, aunque no lo crean, está cumplido.
Por lo mismo, me permito terminar este escrito con dos frases lanzadas al ciento, sin más:
Eres culpable, Clarice, y lo sabes.
Y no te perdono, pues hacerlo es también robarte parte de ti misma.
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