I.
Me entretengo con un cangrejo.
Rojo, pequeño… común.
Lo nombré Agustín.
Hice una pequeña ceremonia para aquello.
Como venía del agua lo bauticé con aire.
Yo mismo lo soplé y le dije:
Desde ahora te llamas Agustín.
El cangrejo me miró cuando le puse el nombre.
Se quedó quieto y me miró.
No sé si le gustó, pero al menos no se opuso.
II.
Lo había encontrado entre unas rocas, unas pocas horas atrás.
Cuando digo atrás, me refiero a antes de haberlo bautizado.
Es extraño como se organiza todo al tratar de escribirlo.
Como todo suena extraño.
Puedes mentir incluso, y no se nota.
III.
No existen muchas formas de entretenerse con un cangrejo.
No si lo respetamos, al menos.
Por eso, debo confesar que la entretención con Agustín fue bastante escasa.
Y es que, luego de ponerle el nombre, no me permití hacer con él mucho más.
De hecho, lo dejé junto a la roca en que lo encontré y me dediqué a observarlo.
Eres libre, Agustín, le dije.
Pero la libertad de Agustín no me entretenía mayormente.
IV.
Comenzaba a oscurecer cuando subió la marea.
Y el agua llegó hasta donde estaba Agustín.
Poco después me fijé que el agua se lo había llevado hasta otro sitio.
Lo habrá llevado el agua o se habrá dejado llevar, me pregunté.
Como no supe responderme decidí regresar a casa.
No tenía apuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario