Los muertos no envejecen.
Se pudren, ciertamente, pero no envejecen más.
Los que envejecen son los vivos.
Los que saben que están vivos, envejecen.
Y hasta los vivos que no se sienten vivos,
envejecen por igual.
Sé que es obvio, por cierto, todo esto.
Pero todo es obvio, a fin de cuentas.
Todo lo cierto es obvio, me refiero.
Todo lo explícito.
Todo lo evidente.
Y la angustia llega hasta nosotros
cuando no nos confirmamos con lo obvio.
No es de nosotros, aclaro, esa angustia.
Llega hasta a nosotros, simplemente, y se instala ahí.
Aposándose en las grietas que se crean
cuando torcemos la mirada.
Cuando queremos descubrir el truco,
o el significado de las cosas,
hasta debajo de las piedras.
Es por eso que los muertos han dejado de buscar.
Y es por eso, claro está, que no envejecen.
Se degradan, pero no envejecen.
Se descomponen, simplemente.
Vuelven al polvo, digamos.
Para mostrarnos que hay en ellos,
nada más.
Así y todo, negamos lo evidente.
Y envejecemos olvidando
que es bueno envejecer.
Tememos decirlo, pero sabemos que es cierto.
Desde el principio y hasta el fin,
todo es cierto
y todo es obvio.
Son los muertos, degradados,
quienes están bajo las piedras.
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