Por la calle, frente a mi casa, pasa un hombre con una antorcha. Camina tranquilo, con la antorcha encendida, dirigiéndose sin apuro a algún lugar. Igual que si llevara una bolsa o un maletín o cualquier elemento tradicional, el hombre lleva la antorcha encendida, no demasiado ostentosa, mientras pasa fuera de casa.
-Hay un tipo caminando afuera con una antorcha -le digo a mi hijo.
-¿Encendida? -pregunta él.
-Claro -le digo-, si no, no sabría que es una antorcha.
-Es verdad -dice él.
Luego se asoma a la ventana y mira hacia afuera, pero obviamente el hombre ya no está. Pues ha pasado caminando y ha avanzado en su trayecto.
-¿No se ve? -le pregunto.
-No, no se ve -dice él.
Mientras hablamos preparo nuevamente la cafetera.
-Estas calles son iluminadas -comenta mi hijo-. No se necesita una antorcha.
-Supongo que no -le digo.
Mi hijo es así, por cierto. Tranquilo. Lógico, en cierta medida. Estudia matemáticas y física. A pesar que no me transmite grandes comentarios a mí me parece siempre que comprende algo un poquito más allá de lo que comprendo yo.
Aunque claro, supongo que lo que realmente comprende extra es a mí, en medio de las cosas que no comprendo del todo. Eso es lo que ilumina su antorcha, me digo.
-¿Te sirvo café? -le pregunto.
-No, gracias -contesta tras pensarlo un rato- ¿Queda leche?
-Sí, hay una caja todavía -le digo.
Él la abre. Se sirve. Yo también le echo un poco a mi café.
Por último, me fijo que ambos tomamos de nuestras tazas mirando por la ventana, como si esperásemos que el hombre vuelva a pasar.
-No creo que vaya a pasar de nuevo -le digo, luego de un rato.
-¿Quién? -me pregunta, sinceramente despistado.
-El hombre de la antorcha -contesto.
-Ah… verdad… pues no, no creo -dice él.
Poco después, mientras subo a mi cuarto, me fijo que se acerca a la cafetera y se sirve un poco de café, sobre la leche que le quedaba.
Nos decimos buenas noches.
Un ligero temblor comienza a sentirse en la casa.
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