Mueren también los árboles milenarios.
No sobreviven para siempre.
No es solo cuestión de luz o de agua.
Mueren simplemente porque han estado vivos.
Se trata de un ciclo distinto, por supuesto, pero es un ciclo, al fin y al cabo.
Se secan desde dentro y de pronto un día ya no están.
O sea, están, por supuesto, en el sentido que su cuerpo permanece.
Pero ya no son, ciertamente, árboles milenarios.
Les hablas y no responden, me refiero.
Pierden sus hojas y sus ramas se quiebran, con el tiempo.
A veces, incluso, caen estrepitosamente sobre alguien.
Fue así, de hecho, como me enteré de que también morían.
Y es que quedé atrapado, bajó uno, que de pronto sucumbió.
Cayó sobre mí, mientras dormía.
Suavemente, eso sí, fue que cayó.
Así, para suerte mía, apenas me fracturé un hombro y un par de costillas.
Dos meses de recuperación, desde entonces, y ya estaba como antes.
O sea, no exactamente como antes, porque habían pasado dos meses y ahora sabía de la muerte de los árboles milenarios.
No exactamente como antes, decía, pero casi.
Como secuela, solo puedo mencionar que, desde entonces, veo blanca y no amarilla la luz del sol.
Y siento pena -cuando alguien muere-, de una forma distinta.
Nada grave, en resumen, como pueden ver.
Y todo sigue su curso, como siempre.
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