Jugamos en total siete partidas de ajedrez.
Terminamos empatados.
Ella ganó tres y yo tres.
Respecto a la séptima partida, ninguno de los dos recordaba el resultado.
Y es que jugamos la partida borrachos, y decidimos mejor declarar tablas.
De hecho, esa vez nos dormimos cada uno al lado del tablero.
Sin terminar el juego, me refiero.
Por si fuera poco ella, cuando despertó, pasó a llevar la mesa y botó algunas piezas.
Sin querer, por supuesto, pasó a llevar la mesa.
-Igual si quieres te doy el triunfo -le dije-. No me importa perder.
Ella aceptó el ofrecimiento.
Tal vez demasiado rápido, lo aceptó.
Y sí… me incomodó un poco que lo hiciera de esa forma.
O no tan poco, incluso.
Y es que, desde entonces, ella cuanta abiertamente que ganó, sin explicar la forma en que lo hizo.
Cambia el tono, incluso, al decir que ganó.
Mostrándose altanera y hasta un tanto despectiva.
Yo, en cambio, debo asentir cuando ella lo cuenta, y simplemente guardar silencio.
Incluso con ella, estando a solas, he preferido no volver a tocar el tema.
En cambio, escojo hablar de cine, de música o hasta de amor, si la situación lo amerita.
Perder sin haber perdido, en definitiva.
Disfrazar las tablas.
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