jueves, 1 de agosto de 2019

El ahogado.


A veces por las tardes lo veíamos pasar. Supongo que venía del trabajo. Al verlo nos reíamos un rato. Éramos crueles, tal vez. No recuerdo. Lo llamábamos “el ahogado”. No sé de donde sacamos la idea. Es como un cuerpo devuelto a la orilla, pudimos haber dicho. Éramos poéticamente crueles, posiblemente. No recuerdo bien. Así era el ahogado. Cargaba un maletín como si se le hubiesen enredado algas en un brazo. Sin mayor expresión avanzaba por la calle. Vivía en una casa esquina. O más bien: el agua de la tarde arrastraba su cuerpo hasta esa casa esquina. Y es que eso proyectaba aquel hombre. Su forma de caminar, sobre todo. Como si su cuerpo hubiese absorbido agua y cargara ahora con mayor peso. Eso decía un amigo, al menos, mientras lo imitaba. Un ahogado debe pesar más, señalaba, dando unos pasos. Y claro, nosotros reíamos. Supongo que éramos crueles. No sé bien. Entonces, volvíamos a mirar al verdadero ahogado y nos quedábamos atentos. Absortos casi, contemplándolo. Como si esperásemos que al abrir la boca fuese a botar una estrella de mar, o pudiésemos ver de pronto un pequeño crustáceo corriendo por sus hombros. Yo imaginaba eso, al menos, mientras lo veía. Los demás no sé. Probablemente éramos crueles, sin saberlo. Mejor no saberlo, incluso. Luego pasó el tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales