jueves, 14 de marzo de 2019

Quería ser Ulises.


Quería ser Ulises así que hui de mi hogar. Veinte años quería andar fuera, pero la policía me envió de regreso antes que pudiese extrañar siquiera. Entonces busqué en la historia original –no en la versión escolar que había leído-, y llegué a la conclusión que antes de irme tenía que ofender a un Dios. Pensé que me sería difícil llegar a hacerlo, pero descubrí que era fácil maldecirlo. Busqué razones para odiarlo y descubrí que había muchas. Entonces, lo ofendí de tal forma que hasta me produjo dolor. Dolor de desamparo, digamos. Dolor porque descubrí que realmente podía ser justo el despreciarlo. Eso ocurrió y yo partí. Era pequeño cuando partí. Llevaba una mochila con algunas ropas, una botella con agua y el libro de Ulises. Dormí en una playa durante dos semanas, junto a algunos botes. Ahí, me hice amigo de un viejo que había leído el libro y me dijo que estaba mal. Que no había comprendido que el tiempo solo empieza a correr cuando quieres regresar. Yo lo pensé y volví a leer el libro y descubrí que era cierto. Aunque de cierta forma el querer perderme, para mí, podía ser el querer regresar, para Ulises. Puede ser, me dijo el viejo, pero no tienes Ítaca. Y ya sea para alejarte o para regresar, debes tener una. Completé el mes fuera de casa, pero desde aquella conversación sabía que regresaría. Y claro, también supe que no había logrado ofender a Dios de forma alguna. Todo fue indiferencia, digamos, incluso en mi propia casa. Pensaron que había viajado al norte con un primo, y solo me retaron por no llamar. Hoy, a veinte años de aquello, solo puedo decir que nunca volví a ver al viejo ni a leer La odisea. Respecto a Ítaca –a mi propia Ítaca-, debo confesar con vergüenza, que sigo aún sin encontrarla.

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