Una impresión.
Una impresión, pero no interna.
Una impresión como la de la sábana santa, me refiero.
Con rostro y todo, si quieren.
Esta vez, eso sí, con la impresión del rostro de todos.
Un rostro superpuesto innumerables veces hasta dar con eso que nos es común.
El espacio limpio en la impresión que vendría a revelar el rasgo que nos une.
No la humanidad, necesariamente, pero sí un rasgo, al menos.
Uno pequeño, incluso.
Algo que sirva de respaldo para poder hablar después con mayores certezas.
Una mortaja, entonces, que se impregne en nosotros y absorba lo último que queda.
No palabras.
No signos.
Un algo, apenas.
Es decir: nada que tenga un significado ya establecido.
Una impresión, entonces.
Una impresión breve, nos sirve.
Aunque se desvanezca poco después de formarse, nos sirve.
Saber que existe o que existió, quiero decir, debiese bastarnos.
Un rostro en una tela, puede ser.
Un rostro leve y multitudinario.
Eso idealmente, pero probablemente baste con una marca en el agua.
Una chispa en la noche.
Una lágrima que no se desprende del ojo.
O hasta el amor que no entregamos.
Una impresión, decía.
No interna, porque es para los otros.
O para todos, más bien.
Con una impresión basta.
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