I.
Voy en el metro, de regreso del trabajo.
En medio del trayecto, escucho a alguien quejarse porque dice que le duele un pie.
Probablemente, comenta, se ha puesto un zapato en el pie equivocado.
No sé si lo dice bromeando, pero entonces observo y descubro que la persona efectivamente está mirando su calzado.
O sus pies en su calzado, más bien.
Luego dejo de observar aquello y pienso en otra cosa.
El metro está atestado de gente, por cierto.
II.
En aquello que pienso es que hay un error en todo aquello.
O un error doble, más bien.
Y es que no puedes ponerte mal solo un zapato.
O son ambos los mal puestos, o ninguno.
Busco entonces a aquel que dijo aquello para enrostrarle su error, pero no lo encuentro.
Mucha gente se ha subido y se ha bajado en las últimas estaciones y probablemente ya ni siquiera esté aquí.
Busco entonces otra cosa en qué pensar, pero no la encuentro.
En cambio, me sorprendo de mi propia actitud.
¿Para qué iba a enrostrarle su error?, me pregunto.
¿Para qué?
III.
Tras combinar y viajar otros veinte minutos llego a la estación en que me bajo.
Luego, simplemente, debo caminar quinientos metros y ya estaré en casa.
Bajo las escaleras y llego a la calle.
Cruzo junto a otras personas y sigo mi camino.
Un zapato en el pie equivocado, voy murmurando, mientras camino.
Sinceramente, no sé qué sensaciones llevo dentro.
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