No comprendí bien sus palabras. Pero discutí igualmente. Férreamente discutí. En otras palabras -lo confieso-, me opuse firmemente a aquello que no entendía. Esto último lo hice con tanta convicción que llegué a emocionarme e incluso lloré cuando terminé mi discurso. Es más, me atrevo a decir que muy sinceramente, lloré. Podrán discutirme esto último, están en su derecho, pero puedo asegurarles que es posible llorar sinceramente por algo que no entendemos. Por experiencia propia, al menos, puedo asegurarlo. En este sentido, me atrevo también a decir, con orgullo, que al menos sé comprender cuando mis acciones o reacciones -el llanto en este caso-, son sinceras, por más que las palabras que motivaron aquello, no me hayan quedado del todo claras. Dicho esto, me gustaría resaltar la reacción espontanea de aquellos quienes escucharon mis palabras (y mi llanto), atreviéndose a creer en mi sinceridad y respaldando mi postura, aunque no entendiesen totalmente, mis palabras. Asimismo, aprovecho esta instancia para agradecer la férrea defensa que hicieron cuando aquel que expresó en un inicio aquellas palabras que no comprendí del todo, me acusó de no tener argumentos y de intentar enrarecer el ambiente para evadir el tema y desviar la atención del punto que, supuestamente, era central y que no podía ser rebatido. A pesar de su prepotencia al decir esto, y de lo molesto de aquel emplazamiento, quiero dejar muy en claro que no respaldo la desmesurada violencia con que algunos de mis espontáneos partidarios agredieron a aquel que me acusaba. Por último, si llegase a ser cierto que sonreí (o reí, como dicen algunos) cuando esto último ocurría, fue solo porque entre tanta gritería no entendí del todo aquella situación, y me regocije entonces por mi sincera ingenuidad, no menos pura, por cierto, que la le de un pequeño y frágil niño… Esperen... Discúlpenme si me emociono… No puedo evitarlo...
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