-Otros colores -me dijo-. No esos.
-¿No cuáles? -pregunté.
-No esos -repitió-. No esos colores.
Ella me miraba fijamente, mientras hablaba.
Su actitud, mientras lo hacía, era tan extraña como sus palabras.
Y es que no indicaba nada, cuando parecía hacer referencia a algo.
Solo clavaba su vista en mis ojos, de forma directa. Y esperaba.
Yo, por supuesto, nada decía.
Intentaba entender de qué me hablaba, pero no llegaba a comprender.
-Otro color -dijo entonces-, ¿no lo conoces?
-¿Qué color? -pregunté.
Ella me miró como si estuviese considerando si decirme o no de qué se trataba.
-Por ejemplo -dijo-, el color de la idea de que somos un accidente… ¿lo conoces?
Guardé silencio.
Ella insistió.
-El color de la esperanza sin base real, el color de caer de bruces y no colocar las manos…
-¿Qué pasa con esos colores? -le pregunté, aún sin entender-. ¿Qué ocurre con ese tipo de colores?
-Pues ocurre que ese tipo de colores son los que me interesan -dijo luego-. Deseo saber cuáles son… Dónde están esos colores.
-No lo sé -dije yo, pero no pareció escucharme-. Nunca he sabido dónde se encuentran.
-¡Son tan interesantes esas cosas! -exclamó de pronto-. ¿Te imaginas? ¿Qué pasaría si descubrimos, por ejemplo, que el color de lo necesario y lo innecesario es el mismo…? ¿No crees que se vendría todo abajo si descubrimos que es así?
-Pues no sé -dije tratando de seguir sus ideas-, puede ser que sí…
-¡Claro que puede ser…! -exclamó ahora ella-. Puede ser y será así…
Yo sonreí para darle la razón, aún sin entender, pero contagiado por su entusiasmo.
-Otros colores -volvió ella a decir-. No esos…
-De acuerdo -le dije, finamente-. Hagamos de cuenta ahora, que es así.
-Puedo intentarlo -dijo entonces ella-. Puedo comprometerme a eso, al menos.
Yo acepté.
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