domingo, 2 de marzo de 2025

Los elefantes.


Un banquero viaja a África.

Dice que quiere ver un elefante.

No uno de zoológico, sino uno natural.

Uno salvaje.

Hace averiguaciones y después viaja.

Luego, en el lugar, hace más averiguaciones.

Poco más de una semana demora en ello.

Tal vez podría lograrlo, pero necesita más tiempo.

No es llegar y salir a caminar y encontrarse un elefante, le dicen.

Él comprende, por supuesto.

En un principio se enoja, pero luego comprende.

Esa ha sido siempre su filosofía.

Comprender tarde, digamos.

De igual forma no se arrepiente.

Volvería a hacerlo, piensa entonces.

O a intentarlo, más bien.

Quería ver un elefante y no se pudo.

Eso es todo.

Verlo al elefante salvaje y ponerse frente a él, tal vez.

Mirarlo fijamente, para que más adelante el animal lo recuerde.

Tal vez el elefante lo atacara, es cierto, pero era un riesgo que valía la pena.

O un riesgo que él, al menos, estaba dispuesto a correr.

Eso piensa el hombre, antes de volver a su país.

Ya desde el avión, de regreso, el hombre observa desde la ventana.

No se ve mucho, salvo nubes, pero él prefiere pensar que allá abajo están los elefantes.

No esperándolo, en modo alguno, pero ahí están.

Naturales.

Siendo lo que son, todavía.

sábado, 1 de marzo de 2025

Una impresión.


Una impresión.

Una impresión, pero no interna.

Una impresión como la de la sábana santa, me refiero.

Con rostro y todo, si quieren.

Esta vez, eso sí, con la impresión del rostro de todos.

Un rostro superpuesto innumerables veces hasta dar con eso que nos es común.

El espacio limpio en la impresión que vendría a revelar el rasgo que nos une.

No la humanidad, necesariamente, pero sí un rasgo, al menos.

Uno pequeño, incluso.

Algo que sirva de respaldo para poder hablar después con mayores certezas.

Una mortaja, entonces, que se impregne en nosotros y absorba lo último que queda.

No palabras.

No signos.

Un algo, apenas.

Es decir: nada que tenga un significado ya establecido.

Una impresión, entonces.

Una impresión breve, nos sirve.

Aunque se desvanezca poco después de formarse, nos sirve.

Saber que existe o que existió, quiero decir, debiese bastarnos.

Un rostro en una tela, puede ser.

Un rostro leve y multitudinario.

Eso idealmente, pero probablemente baste con una marca en el agua.

Una chispa en la noche.

Una lágrima que no se desprende del ojo.

O hasta el amor que no entregamos.

Una impresión, decía.

No interna, porque es para los otros.

O para todos, más bien.

Con una impresión basta.

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