lunes, 31 de marzo de 2025

Un paso.


Estorbarse a uno mismo.

No.

Miento.

Es peor que eso.

Lo sé y sigo.

Opaco el genio.

Lo escondo.

Entierro el amor como si fuesen talentos.

Luego me pierdo.

Me abandono.

Me muerdo la lengua para que la verdad no sea dicha.

Nadie quiere la verdad.

No es agradable.

Incomoda.

A mí, incluso, me asusta.

Prefiero andar a oscuras que encender esa luz.

Me tropiezo, es cierto, pero no sé con qué tropiezo.

Es mejor así.

La luz, probablemente me revelaría cosas que no quiero saber.

Pero miento.

Ya les decía que miento.

Y lo olvidaba.

No es mejor así.

Es más fácil, pero no mejor.

He roto el mapa mil veces, pero recuerdo el camino.

Tal vez simplemente no quiera ir.

Pero no.

No es eso.

Lo que ocurre es que me lleno de cosas, como anclas.

Cosas bellas, ciertamente, para no partir.

Para no decir.

Para no amar.

Es cierto.

Lamentablemente, es cierto.

Pero a mí, al menos, no puedo engañarme.

Y es que todo andar, si soy sincero, ha sido simplemente pasos de baile.

Un baile absurdo, por cierto.

Una invocación a nadie.

Otro estorbo, digamos.

Otro estorbo más a mí mismo.

Así, ocurre que son mis propios pies los que traban mis pasos.

Y claro, ocurre también que de vez en cuando alguien llega a quemar mis cosas.

Y yo no sé si dolerme o agradecerle, cuando lo veo alejarse.

No quema todo, sin embargo.

A veces pienso que solo me pone a prueba.

Y de cierta forma eso me emociona, porque es como si de cierta forma creyese aún en mí.

Y me obligase a hablar con verdad.

Y me invitase, de esa forma, a dar un paso.

domingo, 30 de marzo de 2025

Asomarse a la cornisa.



Asomarse a la cornisa.

Te advierten no acercarte a la cornisa.

Pero claro, tú haces caso omiso.

Siempre has sido así.

Vives asomándote a la cornisa de las cosas.

Nadie espera que cambies.

Menos ahora.

Por eso te dejamos hacerlo de esa forma.

Lo aceptamos igual que toleramos a los que salen a pedir.

Dejamos que estén entre nosotros, me refiero.

Los observamos estirar sus manos.

Algunos dirían que también se asoman a la cornisa, pero no es así.

Nosotros sabemos que no es así.

Y es que los que salen a pedir no aceptan de todo.

Una vez lo hablamos, hace mucho.

Esa vez, por cierto, hablamos del desgaste.

No sé si lo recuerdas.

Te acusé:

Luces tu vida gastada, pero es un engaño, te dije.

La compraste así, como los jeans de antaño.

Tú escuchaste, estoy seguro, pero no te molestaste en responder.

Permaneciste igual, sin cambios:

Asomada a la cornisa.

Tu silencio fue perfecto.

Y es que un ataúd puede tener fisuras, pero tú no.

Tú caes, sin duda, pero caes de pie.

Una y otra vez caes de pie.

Y a tu caer le llamas pasos.

Sin voz, incluso, lo nombras.

Desde la cornisa, como siempre.

Escucha.

Escucha y espera.

Solo el azar es lo que suena.

Dios nunca se ha atrevido a pronunciar una sílaba.

sábado, 29 de marzo de 2025

Demasiados.



¿El problema?

El problema es que somos demasiados.

Y que somos demasiados usando demasiadas cosas.

Aclaro, sin embargo, que no es que esté en contra de las cosas.

Tampoco es que me queje de la abundancia de ellas.

Las cosas, de hecho, están bien.

Apruebo su existencia, digamos, sin reparos.

Aunque a nadie, por cierto, le interese lo más mínimo esta aprobación.

Dicho esto, me gustaría señalar que el problema no radica tampoco en nosotros mismos.

Ni siquiera en la demasiada cantidad de nosotros mismos, que mencionaba en un inicio.

Y es que puede sonar contradictorio, pero lo cierto es que el problema comienza cuando hablamos de usar las cosas.

Sí: recién entonces comienza.

Ese es el problema.

Esa es la raíz, digamos, del problema.

Usar las cosas.

Manipularlas al punto que creemos que han sido diseñadas para nuestro uso.

Y claro, ocurre entonces que colonizamos las cosas.

Les quitamos su independencia.

Las esclavizamos, incluso.

No reconocemos su derecho a ser cosas separadas de nosotros.

Negamos su derecho a existir por su propia cuenta.

Eso es lo que ocurre.

No reconocemos, en definitiva, la república de los objetos.

Y como somos demasiados, ocurre demasiado.

Y cada vez son menos las cosas que se mantienen puras.

Incorruptibles a nosotros, quiero decir.

Como cosas en sí mismas.

¿Cuál es el problema entonces?

¿Es uno, acaso, el problema?

Pues sí, les digo, es uno.

Aunque podemos decirlo de diferente forma:

La escasez de cosas sin uso.

La casi inexistencia de cosas puras.

La extinción de las cosas para sí mismas.

Puede usted incluso formular otra expresión, pero el problema seguirá siendo el mismo.

Y estará ahí.

Aunque finjamos, otra vez, no verlo.

viernes, 28 de marzo de 2025

A veces no lo entiendo.


Habla raro. A veces no le entiendo. No por las palabras sino por la unión de lo que cuenta. Igual es difícil de explicar. El otro día, por ejemplo, me contaba que le gustaba escuchar la radio del vecino. No sé por qué me habló de eso, pero de pronto me encontré en medio de esa historia. Aunque claro, probablemente sea menos que una historia, en realidad. Una confesión, apenas. Me dijo que el vecino era un hombre mayor y que escuchaba apenas. Y que acostumbraba poner a gran volumen una radio vieja, sintonizando programas de esos que ya casi ni existen. De esos con noticias de zonas rurales y comentarios de noticias o situaciones que pueden ocurrir en cualquier lugar. El caso es que me cuenta que le gusta escuchar todo aquello. De hecho, me dijo que aquello le permite concentrarse en hacer lo que no le gusta hacer. Y claro, yo le pregunto qué es aquello y él cambia de tema. Habla de un viaje que hizo al norte, de un libro de un autor nórdico o de unas mandarinas que compró el domingo pasado y que no ha querido comer. Creo que le gustó tanto el aroma de estas últimas que no quería tocarlas, siquiera. Cómo sea, lo cierto es que habla raro. No miente, digamos, pero evade. Tiene derecho, por supuesto, así que lo dejo hacer. No me molesta, además, solo me extraño. De hecho, podría decir que escucharlo me apacigua. Y me permite a mí mismo pensar en otras cosas. Cosas concretas, me refiero. Cosas que extrañamente no puedo pensar cuando no oigo a alguien más hablar de la forma en que habla él. Arreglar una luz, por ejemplo, o botar algo que dejé hace semanas en el refrigerador. Unas mandarinas, por ejemplo. Un círculo vicioso, probablemente, pero sobre todo necesario. A veces no lo entiendo.

jueves, 27 de marzo de 2025

Da lo mismo quién, yo digo Nadie.



Nadie.

Da lo mismo quién, yo digo Nadie.

Como si fuese un nombre, lo digo.

Como si le hablase directamente y estuviese frente a mí.

Nadie.

Sin apuro, lo nombro.

Después de todo, sé que vendrá.

Es necesario.

Sin duda, es necesario.

No la sed, probablemente, pero al menos la memoria de la sed.

Es cierto.

Nadie notará la diferencia.

Entonces, los oiré hablar como si tuviesen sentido, sus palabras.

Luces y sombras, dirán.

Calor y distancia, dirán.

Entre otras cosas.

Yo, por supuesto, fingiré que es cierto.

O que tiene sentido, más bien.

¿Qué sol?, les preguntaré entonces.

¿Hablan del sol, no es así?

Pero claro, ellos simplemente se mirarán unos a otros.

Y luego, intentarán disimular que no saben de qué hablan.

Y es que eso es lo que ocurre siempre.

O casi siempre, para no exagerar.

Nadie sabe de qué habla.

Por eso, afirmo, da lo mismo quién.

Y por eso yo prefiero decir Nadie.

Nombrarlo, como decía en un inicio.

Llamarlo.

Convocarlo.

Y buscarlo en el espejo, aunque no aparezca.

Es así.

Es así como se desprende, quiero decir.

Como se desprende lo que sobra de nosotros.

Aquello que sobra y que éramos también nosotros.

Sin duda.

Nadie habla de ello.

Nadie lo espera.

Pero lo oigo venir.

miércoles, 26 de marzo de 2025

Los ojos de Edipo.



I.

Encontré bajo mi almohada los ojos de Edipo.

De pura casualidad los encontré.

Estaba buscando algo que ahora, ya no es importante.

Aunque lo fue.

Los ojos, por cierto, estaban intactos.

Sin heridas aparentes, me refiero.

Y me miraban, incluso, más asombrados que yo.



II.

Como era de noche decidí encender la luz, para observar mejor.

Lo hice.

Nos miramos un rato.

Nada decían, pero yo sabía que los conocía de algún lado.

Son los ojos de Edipo, descubrí entonces.

Supongo que no pude ocultar el asombro.

Ellos adivinaron y parecieron asentir.

Se produjo un silencio incómodo.

Disculpen el desorden, les dije.

Aunque ellos, ciertamente, no hacían caso de mi cuarto.

Solo me observaban a mí.

Por eso, repetí: disculpen el desorden.



III.

Parecían tranquilos, los ojos de Edipo.

Nada había en ellos que demostrara inquietud.

Me refiero a que no parecían tener culpa.

Y tampoco, en modo alguno, me estaban juzgando.

Así y todo, no sabía bien qué debía hacer.

De qué forma interactuar con ellos, quiero decir.

Además, como no estaban sus orejas, pensé que era inútil hablarles
o preguntarles cualquier cosa.

Igual, como están tapados por la almohada, no deben haber visto nada, me dije.

Eso me tranquilizó.

De hecho, fue por eso mismo que, tras unos minutos, decidí volver a taparlos.

Nada tienen que ver acá, me dije, para justificarme.

Tras esto, apoyé mi cabeza sobre la almohada que estaba sobre ellos.

Apagué la luz.

E intenté dormir.

martes, 25 de marzo de 2025

Llueven palabras, no ideas.



Llueven palabras, no ideas.

No te inquietes.

Cualquier cuestionamiento es, a fin de cuentas, innecesario.

Quédate tranquilo.

No es algo que debas descifrar.

Solo cuídate al salir.

Cuídate de las palabras, me refiero.

Que no te golpeen las más grandes.

No expongas la piel a sus bordes.

No pises las ya caídas, si vas descalzo.

No te confíes.

Lo que importa de ellas, por esta vez, no es su significado.

Solo caen.

Piénsalo así.

Nadie está tratando de decirte algo.

No hay mensajes ocultos.

No hay motivaciones secretas al dejarlas caer.

Puede que se forme algo, es cierto, pero solo es fruto del azar.

Un poema dadaísta, digamos.

Piensa, si quieres, en esas antiguas sopas de letras.

Imagínatelo así.

Puedes jugar a formar algo, es cierto, pero no es el punto.

Y al final, por si fuera poco, la sopa se enfría.

Hazme caso.

Solo cuídate, al salir.

O si prefieres: no salgas bajo esa lluvia.

Protégete.

Sobre todo, protégete.

No indagues.

No descifres.

Cubre tus oídos, incluso, para que no salpiquen.

Déjalas caer, simplemente.

Si parecen decir algo, no las oigas.

No hay significados ocultos para ti, fuera de ti.

Repítelo como un mantra:

No hay significados ocultos para ti, fuera de ti.

Recuerda: llueven palabras, no ideas.

No te inquietes.

lunes, 24 de marzo de 2025

En el cuaderno del mundo.


I.

En el cuaderno del mundo.

Tu nombre no se escribe con mayúscula.

Más aún: es indistinto a otros nombres.

Compartes signos, en este sentido, con una gran cantidad de otros.

Y es así, por cierto, hasta que comienza una nueva etapa.

Desde entonces, no eres ya individuo, aunque lo creas.

Eres parte, nada más.

Y el mundo -seamos sinceros-, ha dejado de prestarte atención alguna.


II.

Es extraño.

O mis sensaciones son extrañas, más bien.

Como si sintiera que requieren de un medio para salir o entrar en uno.

Suena extraño, probablemente, pero aquí les va un ejemplo:

La certeza de que existe en nosotros algo similar una máquina.

Una máquina de amar y una máquina de olvidar.

Una máquina en total, en todo caso.

Con dos funciones, al menos.

Uno para cada uno.

Y sin manual.


III.

Existe, sin duda, el cuaderno del mundo.

No se trata, en este sentido, de una expresión antojadiza.

Escribimos en él, desde siempre, sin saber qué escribimos.

Nada trascendente, en todo caso.

Una sola frase, apenas, entre todos.

Los signos que trazamos, por cierto, son también producto de una máquina.

De esa única máquina que mencionaba anteriormente.

Esto, claro está, no es una acusación ni una queja.

No es bueno ni malo, digamos.

Así es.

domingo, 23 de marzo de 2025

¿Un deseo?


¿Un deseo?

No sé.

Tal vez el acceso a algo.

Algo que no altere en demasía las cosas, en todo caso.

Un conocimiento simple, por ejemplo.

Algo que no dé ventajas.

A ver, déjame pensar…

Hmm…

Ya lo tengo:

Saber lo que no merezco.

Sí, eso estaría bien.

No es gran cosa, pero me ayudaría un poco.

Saber eso para rechazar lo que no es para mí, por ejemplo.

Y para reconocer, de paso, lo que está en exceso.

Sin apuro, digo yo.

Seguro y tranquilo, sobre todo.

Comprender y despojarse de a poco de aquello que no estaba acorde a tu valor.

Hacer eso, entonces, y repetir la acción.

No importa en cuantas ocasiones.

Así, hasta quedarte únicamente con lo que mereces.

Aunque sea poco, quedarte con ello.

Y aunque sea nada, incluso.

¡Sobre todo si es nada!

Las manos abiertas, simplemente, porque estás en lo correcto.

La mirada al frente, sin miedo.

Orgulloso, porque has gastado el deseo de buena forma.

Rotos los bolsillos.

Te has aliviado, sin duda, del peso.

Mejor aún: nos hemos aliviado.

Sabes lo que no mereces y eso, por supuesto, está bien.

¿Un deseo, entonces?

¿Otro deseo?

No sé.

Es cierto.

Casi lo olvidaba...

¡Sobre todo si es nada!

sábado, 22 de marzo de 2025

La tragedia interior.



Escuché a alguien hablar de la tragedia interior.

Entonces imaginé a Edipos, Medeas, Electras y Orestes dando vueltas dentro mío.

Físicamente los imaginé, quiero decir.

Presentes de forma tangible en el interior de mi cuerpo.

Por ejemplo, percibí a una Ifigenia escondida en uno de mis codos, que me molesta hace unos meses.

Y escuché a una Antígona hablando bajito -pero firme-, bajo mi sien derecha.

Ahora bien.

Dejo hasta ahí los ejemplos, esta vez.

Los dejo porque al ser parte de mi tragedia interior, debiesen permanecer, sin duda, dentro de mí.

Como parte de una función dirigida a un único espectador, que es también el anfiteatro y el texto.

Ensayando, practicando escenas, probando matices en sus voces para que los parlamentos se expresen finalmente de manera perfecta.

Sí. Así es.

Eso imaginé, aunque varios insistieron en que el concepto de “tragedia interior” apuntaba más bien a otra cosa.

Ingenuos, ciertamente, todos ellos.

Yo discutí, por cierto, compartiéndoles mi percepción y hablándoles de esa última función que se prepara en el interior de todos.

La verdadera tragedia interior que se gesta, se transforma y se ensaya día a día.

Lamentablemente, ellos prefirieron no escucharme.

Y no prestar atención, de paso, a las otras voces que habitaban dentro suyo.

¡Qué pena…!, me dije. Por eso no hay catarsis.

Ellos se pierden a sí mismos.

viernes, 21 de marzo de 2025

No exijo.



I.

No exijo.

De verdad no exijo.

Pero de vez en cuando me gustaría que terminase por llegar algo que espero.

No hablo, por cierto, de algo en concreto o específico.

No tengo nada en mente, en realidad.

Así y todo, pienso que sería agradable que (sin exigir) llegase algo
que uno bien podría pedir a gritos.

No solo por pedir, claro está, sino por carecer de ese algo.

Pero claro… eso es casi como exigir y no lo quiero de esa forma.

Y es que quiero agradecer, tal vez.

Algo en mi interior, sospecho, ansía la gracia.



II.

Mientras espero que eso pase, sin embargo, no me quedo.

Camino, conozco… vitrineo un poco.

Nada en especial es lo que busco.

Tampoco lo hago con apuro.

Si hasta tumbas voy a ver.

De hecho, podría decir que el mundo entero se ha convertido, para mí,
en una especie de catálogo.

De todas formas, entro y salgo del catálogo como si mirase un refrigerador vacío.

Ningún dios es del color que busco.



III.

No exijo.

Pero ando por ahí buscando si alguien me entrega de pronto eso que busco.

No es que lo pida, siquiera, pero quién sabe.

Hoy mismo, por ejemplo, escucho a unas chicas hablando de algo extraño.

Discutían, o eso me pareció, sobre el color de los párpados por dentro.

Un color que no ve el ojo, por supuesto, o que no sabe que lo percibe.

Y claro, me quedé en esa frase como en una estación en la que de pronto se detiene el metro.

Por más tiempo del habitual, quiero decir.

Entonces, como no exigí que volviese a andar (y nadie lo hizo)
decidí aprovechar el tiempo y sincerarme un poco.

No exijo, me dije.

Todavía no exijo.

Y rompí de un solo golpe, el catálogo en dos.

jueves, 20 de marzo de 2025

Te lo cuento rápido.



Te lo cuento rápido. Estoy en la peluquería cortándome el pelo. No iba desde hacía meses, pero todo estaba igual. El peluquero me conoce y yo le pido el mismo corte. Cruzamos un par de frases mientras él comienza a hacer su trabajo. Todo bien, digamos hasta que se escucho un sonido extraño. Como un chasquido o algo así. La tijera trabándose, supongo, pero entonces algo cae sobre mis piernas y el peluquero presiona una toalla que se va volviendo roja, rápidamente. Lo que cayó sobre mis piernas era algo así como un ravioli. Me demoro un poco hasta entender que se trata de un trozo de oreja. Otro peluquero se acerca y la recoge y poco después el trozo de oreja ya está dentro de un frasco, en el que echan alcohol o algo similar. Mientras me piden disculpas y se organizan para llevarme a urgencias y o me alejo un poco y me observo en un espejo. Ya me he enjuagado el rostro y la cabeza y es entonces cuando descubro que mis orejas están bien. No les falta nada, quiero decir. Tampoco veo que ahora brote sangre. Igual el trozo ese no es mío, les digo. Ellos asombrados me revisan y no parecen comprender. Yo recuerdo una película que hablaba de multiversos y pienso que la tijera tal vez llegó a otro sitió y cortó algo que luego trajo hasta acá. No digo nada de esto, en todo caso, pero aquello me sigue rondando en la cabeza hasta que llego a casa. Llevo todavía el frasco con el trozo de oreja que no sabemos de dónde salió. Guardo el frasco con la oreja en el refrigerador. Cuento mi historia a unos amigos, pero creen que bromeo. Pasan así unos días. Entonces una noche, luego del trabajo saco el frasco del refrigerador y descubro que el trozo de oreja ha crecido. Igual que los brotes de lechuga y otras verduras que mi abuela guardaba en frascos con agua para que volviesen a brotar. La oreja, de hecho, ahora está entera. Ocupa casi todo el frasco cuando la saco y decido lavarla para revisarla con mayor detenimiento. Por un momento pienso que si la dejo crecer tal vez termine brotando un cuerpo. Sé que es absurdo, pero eso es lo que pensé. Luego, sin pensarlo mucho, me acerqué esa oreja a una de las mías y presté atención. Me pareció escuchar voces o algo similar desde el otro lado de la oreja. Hablaban entre ellas, al parecer, pero no pude notar qué decían. Igual transcribí algunas palabras sueltas, pero no les encuentro mucho sentido. Si tienes tiempo otro día puedo mostrarte esos apuntes, pero ahora simplemente te lo cuento rápido. No para qué juzgues ni nada, pero para qué sepas un poco en qué estoy. Casi siempre es por eso, a fin de cuentas. Cuando te hablo, quiero decir. Todo bien, por cierto, más allá de esto. Todo bien. Ahí me cuentas, si quieres saber más.

miércoles, 19 de marzo de 2025

La cuchara vacía.



-La cuchara vacía.

-¿Qué dices?

-Dije: la cuchara vacía.

-¿Y qué es eso?

-¿Qué es qué? ¿La cuchara vacía?

-Sí, eso.

-¿No sabes lo que es una cuchara?

-Claro que sé.

-¿Y entonces?

-Nada... pero supongo que saber eso no basta para entender qué quieres decir con lo de la cuchara vacía.

-Pues ahora soy yo el que no entiendo.

-¿A qué te refieres?

-Quiero decir que no sé qué quieres entender...

-Lo de la cuchara vacía. Eso quiero entender.

-¿Lo de la cuchara vacía?

-Sí, eso.

-Hmm… ya veo.

-¿Y?

-Creo que no va a poder ser...

-¿Cómo?

-Ya sabes… hay cosas que no se entienden hagas lo que hagas y es mejor dejarlas así. Sin entenderlas, quiero decir. Y conviene más seguir adelante.

-¿Dejarlas vacías, dices tú?

-Hmm… No pensaba en esa palabra realmente, pero sí, puede ser… Dejarlas vacías...

-¿Como cucharas vacías?

-Si lo quieres decir así, por mí no hay problema...

-¿Y de esas cucharas es de lo que hablabas?

-No... No hablaba de nada genérico. Hablaba de LA cuchara vacía.

-¿Alguna en especial, entonces?

-Claro... la cuchara original, la que experimentó el primer vacío, digamos.

-¿Y es muy distinta de cualquier otra?

-¿Cómo?

-Al ser una cuchara en particular, me refiero...

-No, no es muy distinta, en realidad. Pero supongo que para mí es algo así como un arquetipo... no sé.

-...

-...

-La cuchara vacía...

-¿Qué dices?

-Nada especial. Lo mismo que tú, simplemente, hace un rato.

-No es lo mismo.

-Tal vez no, es cierto, pero casi.

martes, 18 de marzo de 2025

El coche no parte y no sabes.

El coche no parte y no sabes. No sabes por qué, me refiero. Estás dentro y lo intentas hacer partir una y otra vez, sin lograrlo. Dejas de insistir entonces, por un momento. Podrían dedicarte a pensar qué le ocurre, pero lo cierto es que no sabes nada de autos. Nada de su mecánica, quiero decir. Nada de su funcionamiento. En este instante, por ejemplo, solo sabes que no parte. Que no quiere, digamos, echarse a andar. Así y todo permaneces dentro. Como si esperaras algo que no sabes. Algo que no sabes qué es, quiero decir. Entonces, respiras hondo y observas. Extrañamente, no fijas la vista en el interior ni en el exterior del auto. Tu observación apunta más bien a fijarse en el límite del auto. En el borde. En el lugar preciso en que termina el auto mismo y lo que existe fuera de él. Ahora, de cierta forma soy el auto, piensas. Soy el auto porque estoy dentro suyo, te dices, y al igual que él me he detenido. No partes, digamos. No te echas a andar. Si fueras el vehículo de alguien probablemente ese alguien estaría dentro tuyo, deteniéndose justo ahora, igual que tú. Y vaya uno a saber si mi piloto es también vehículo de otro piloto y todo ha comenzado a detenerse poco a poco. Todo quieto, pero a la vez todo unificándose en esa misma quietud. Y claro, el tiempo pasa y debieses estar pensando ahora en aquel sitio al que planeabas dirigirte. Un buen sitio, sin duda, aunque ahora no puedes recordarlo. Solo recuerdas que el coche debía partir y no parte. Y que, como dejaste pasar un tiempo ahora puedes volver a insistir, si así lo quieres. Lamentablemente, compruebas, el coche no parte en lo absoluto.No parte, digamos, y aún no sabes el por qué. Y eso te inquieta, por supuesto. Tampoco se echan a andar las respuestas, te dices. Todo falla un poco, pero está bien. Así, tranquilo, reclinas el asiento. Aprovechas de descansar un rato antes de volver a intentarlo. El coche no parte y no sabes, te digo entonces. Tú me observas. Y así.

lunes, 17 de marzo de 2025

Para que no escuchen los de atrás.



Voy a un bar donde toca un grupo que me recomendaron.

No iba a ir, en principio, pero el nombre del grupo me resultó llamativo: “Para que no escuchen los de atrás”.

Tocaban una especie de jazz fusión, aunque su mayor gracia no era precisamente el estilo de música que tocaban.

Digo esto porque lo que en realidad llamaba la atención del grupo -y que además explicaba su extraño nombre-, era que todos los temas que tocaban se percibían a un volumen extremadamente bajo, por lo que, efectivamente, era imposible de escuchar por aquellos que se encontraban más lejos del grupo, en el bar.

Estoy consciente, sin embargo, que hablar de volumen del sonido es una apreciación subjetiva, pero estoy seguro que si hubiésemos medido la intensidad, la presión del sonido o hasta el fon y el son de su música, estos habrían respaldado -hasta cierto punto, al menos-, mis primeras apreciaciones.

-Siempre tocan bajito -me comentó alguien, casi en un susurro-, como si no quisiesen incomodar a nadie…

Yo asentí.

-A veces imagino que son unos adolescentes ensayando a escondidas en la casa de sus padres -agregó luego la misma persona-, o imagino que están contando una especie de secreto, en un lenguaje extraño… imposible de amplificar.

-Ya... -dije yo, mientras le hacía un gesto para que dejase de hablar.

No es que me molestasen sus explicaciones, por cierto, pero lo cierto es que uno dejaba de escuchar la música del grupo, si uno prestaba atención a algo más.

El grupo siguió así, extendiendo su música por casi dos horas, con breves pausas entre tema y tema hasta que anunciaron que cerrarían el local.

Los que estaban ahí cuando se despidieron, aplaudieron muy bajito, aunque largo rato.

Yo, como lo encontré un poco injusto, intenté aplaudir un poco más fuerte, pero los mismos integrantes me hicieron callar.

-Para que no escuchen los de atrás -dijo uno, sonriendo.

Eso les quería contar.

domingo, 16 de marzo de 2025

La voz que te relata la vida


I.

Entre otras cosas, me dijo que no era tan fácil. Que no había instrucciones. Que debía limitarme a improvisar, y nada más.

No hay una voz que te relata la vida, recuerdo que dijo aquella vez.

Pero mintió.



II.

Sí existe esa voz.

La voz que te relata la vida, quiero decir.

No es que te la anuncie ni que la dirija, simplemente la relata.

De esa forma existe.

Por un tiempo pensé que era mi propia voz, pero ya salí de ese error.

De hecho, he descubierto que mi voz intenta imitar a la otra, al menos en el tono:

“Un día Vian se detuvo a escuchar a esa voz que te relata la vida”, intenté decir.

Pero no sé imitarla, en el fondo.

Aunque lo intento.



III.

No es que me guste analizar aquellas cosas.

Pero, así y todo, debo confesar que vislumbré una razón.

Y claro, puedo estar equivocado, pero lo que descubrí, en principio, es esto:

Carezco de la honestidad de esa voz.

Me refiero a que, aunque lo intente, es imposible relatarse a uno mismo.

O se puede, tal vez, pero con engaños.

Así, el reverso de ese engaño me advierte, antes de seguir:

Relatarse a uno mismo es mentir.

No hay otra forma.

Luego, vuelvo de a poco a escuchar a la voz esa que te relata la vida.

Sabe de mí, me digo, pero no todo.

Y es que solo sabe, en definitiva, lo que se puede relatar.

Y eso, por supuesto, no es todo.

sábado, 15 de marzo de 2025

Cosas que no sabe (o "dios era un coágulo").


Como no sabe qué decir habla de cosas que no sabe. Sin pensarlo, lo hace. Sin planificarlo. Lo hace movido por los nervios y probablemente no haga daño. En ese sentido, al menos, no lo culpo. Después de todo, lo mismo hacemos todos.

Lo que me llama la atención, sin embargo, es aquello que dice. Frases específicas, quiero decir. No aquello de lo que habla, que por lo demás no existe. O para mí, al menos, no es claro. La construcción mínima entonces. Los ladrillos arrojados en cualquier dirección y que no construyen nada.

Esta vez, por ejemplo, entendió mal unas palabras y terminó diciendo que dios era un coágulo. No es que hablara sobre dios o sobre coágulos, pero de pronto eso es lo que dijo. Luego siguió con otras cosas y yo me quedé pegado en esa frase. Detenido en esas palabras que de pronto fueron para mí una especie de coágulo que detuvo en parte el flujo de palabras.

¿Te has dado cuenta que dijiste que dios es un coágulo?, le pregunté poco después.

Él me miró extrañado y lo negó, en principio. Luego, aceptó la posibilidad, y señaló que bien podría haber dicho eso como cualquier otra cosa. Que siempre le ocurre un poco así. Y que no es algo que se pueda tomar en serio.

Mientras él explicaba, por cierto, yo observaba.

Era extraño, pero sentía que algo se había detenido. O se había revelado detenido.

Y claro, como entonces no supe qué decir fue mi turno de comenzar a hablar cosas que no sé. O sea, a decirlas. Y como es tanto (lo que no sé) no me detuve y pasé de una a otra como si esa fuese una forma de sobrevivir. De entrar en calor para no congelarse. Hacer que las palabras fluyan como si ellas fuesen la sangre.

¿Como si ellas fuesen la sangre?, me interrumpieron.

Y yo observé y reí un poco porque no era distinto a todos.

Y también porque el mundo, aunque detenido, sabía disimular bien.

viernes, 14 de marzo de 2025

Quiere pararse por sí sola, la sangre.



Quiere pararse por sí sola, la sangre.

Ponerse en pie, me refiero.

Quiere hacerlo por sí sola, decía, pero se desparrama.

Por eso busca en qué agarrarse y se hace de unos huesos, y hasta de carne.

Quien la observa, podría decir que su plan funciona, de cierta forma.

Así y todo, no se siente a gusto, la sangre.

Parece retraída.

Esquiva el mundo, incluso, como si este tuviese mal olor.

Se percibe vieja.

Cansada y distinta.

Siente que fluye para nada.

A veces, cansada, busca detenerse.

Se contrae.

Aguanta la respiración como un niño que se enoja.

Cierra los ojos hasta que ve luces.

Y es que quería pararse por sí sola, la sangre.

Ponerse de pie, como decíamos.

Pero no quería esto.

El músculo, el nervio, la grasa…

Todo aquello que era simplemente un accesorio,
parece ahora haber tomado un protagonismo pestilente.

Se pudre la carne.

Se seca la piel.

Se arruga.

Los ojos no cambian, es cierto, pero rara vez aprenden.

Y es que no se ven a sí mismo, los ojos.

Y se ciegan, incluso, cuando se enfrentan a la luz.

Y claro, la sangre se arrepiente, pero ya es tarde.

Lo intentará otra vez, probablemente, pero desde cero.

Por eso ahora planea algo.

Busca abandonarnos, creo yo.

Y la comprendo.

jueves, 13 de marzo de 2025

Una caligrafía ajena.



Una caligrafía ajena.

Sí.

Eso es lo que ves.

Te descubres observándola sin entender la razón.

Así y todo, no dejas de hacerlo.

Es como abrir el refrigerador para descubrir si tienes hambre.

No está ahí la respuesta, me refiero, pero de cierta forma la provoca.

Piensas esto, claro está, mientras observas.

Tu mirada no se ha alejado ni un momento de los signos en la hoja.

Y es extraño.

Y es que tienes el lápiz en la mano, pero no recuerdas del todo.

Vuelves a los signos, ahora.

A sus curvas.

Una caligrafía ajena, te dices, otra vez.

Te quedas ahí, frente a ella, repitiendo eso.

Como si estuvieses atrapado en la superficie de la hoja.

En los signos de la superficie, más bien, si somos precisos.

Eres un poco como esas moscas que quedan atrapadas en el papel con pegamento.

No reconoces esos signos.

Tampoco sabes si el contenido te es propio, o al menos común.

De hecho, quizá sea una exageración que hablemos del contenido.

Y es que no llegas ahí, en modo alguno.

Te detienes antes.

Te conformas pensando que es una caligrafía ajena.

No importa de quién.

Y menos qué comunica.

Como la primera vez que escuchaste tu voz, en una grabación.

Y es extraño, nuevamente.

Te quedas en el tono, quiero decir.

Y hasta te es cómodo que sea ajena.

Y es que así, puedes mirarla como se mira al mundo.

Sabiendo que no te pertenece.

Sabiendo que todo intento por acceder a su significado es prácticamente una batalla perdida.

Sí.

Eso es lo que ves.

Una caligrafía ajena, sin duda.

Signos mudos.

Signos que se quiebran, simplemente, como platos.

Y es que todo, al final, se quiebra como platos.

Incluso tú, aunque lo niegues.

miércoles, 12 de marzo de 2025

La mañana te sacude como a un mantel con migas.



I.

La mañana te sacude como a un mantel con migas.

Mala imagen, es cierto, pero así te sientes.

Parece bueno, al principio, pero luego descubres que no es tal.

Y es que te das cuenta, de pronto, que las manchas siguen en la tela.

En la tela del mantel que eres, me refiero.

Sin migas, es cierto, pero eso nunca fue un problema, realmente.

Mala imagen, entonces, para comenzar.



II.

De puro ocioso, mientras avanza el día, comienzas a hacerte preguntas.

¿Puede un mantel sacudirse a sí mismo?, es una de ellas.

Te gusta como suena así que la repites, mentalmente, unas cuántas veces.

Incluso, ensayas respuestas a esa misma pregunta.

De hecho, te quedas repitiendo una que parece sacada de un texto de autoayuda:

Puede que no pueda -te dices-, pero ponerse al viento ayuda.



III.

Pasa el tiempo.

Comienza a atardecer.

Aclaro que esto es un hecho simple, no una sensación ni algo para contemplar.

Así y todo, mientras el hecho ocurre, te escuchas a ti mismo comentar que la felicidad, ciertamente, es una cuestión banal.

Sin embargo -agregas- no lo es la siguiente pregunta: la que trata del sentido.

Olvidemos el mantel con migas, te dices.

Tampoco fundemos la esperanza en el viento, que es ajeno.

Seamos honestos al menos una vez, antes que llegue la noche.

Tú lo sabes, y bien puedes decirlo:

El mundo no es un perro moviéndote la cola.

martes, 11 de marzo de 2025

Un bolígrafo con linterna.



Me regalan un bolígrafo con linterna.

Al principio no entiendo lo que es, así que lo observo y lo reviso por largo rato.

Es entonces cuando descubro un pequeño botón que hace que se encienda una luz, que viene a iluminar exactamente la parte en que apoyo la punta del lápiz, al momento de escribir.

-¿Qué es? -me preguntan, al verme concentrado.

-Un bolígrafo con linterna -digo.

Como nadie agrega algún comentario y temo que no hayan entendido, vuelvo a tomar la palabra.

-No un bolígrafo y una linterna -aclaro-, sino un bolígrafo CON linterna.

-Ya -me dicen.

Yo entonces vuelvo a tomar el bolígrafo y lo reviso en detalle.

No logro encontrar el lugar por donde sale el rayo de luz y eso me tiene intrigado.

Además, no le veo la utilidad a el tipo de luz que proyecta.

Digo esto porque no es que la luz ilumine una superficie amplia, sino que esta apunta exclusivamente al lugar en el que apoyas la punta del bolígrafo.

-Creo que no es muy útil -digo entonces, mientras lo guardo.

Alguien que escuchó mi comentario me pregunta por qué.

Yo se lo explico.

Le digo que en un lugar oscuro la luz del bolígrafo no iluminaría la hoja ni la palabra que escribo, sino solo el punto exacto en el que apoyo la punta, cada vez.

Debo verme un tanto absurdo cuestionándome por la verdadera utilidad del bolígrafo.

O así me percibo yo, al menos.

-Nada es muy útil, pero al menos el lápiz está bien -me dicen, como para cerrar el tema-. Además, tiene buen aspecto.

Yo lo observo y pienso que sí.

Probablemente el bolígrafo-linterna tiene buen aspecto.

Sin embargo, si lo uso en la oscuridad, me digo, tendría que esperar a que todo estuviese iluminado para comprobar que la escritura que hubiese realizado fuese correcta.

Sería como repetir un proceso, concluyo.

Como leerle a mi yo del día lo que, prácticamente a ciegas (salvo por una pequeña luz) ha escrito el yo de la noche.

-Igual puede terminar siendo útil -digo entonces, guardando el bolígrafo.

Los demás asienten.

No volvemos a hablar del tema.

lunes, 10 de marzo de 2025

En Pompeya.



Una vez por año, aproximadamente, sueño que estoy en Pompeya.

El lugar exacto cambia, es cierto, pero sé que estoy en la ciudad poco antes de la erupción final del Vesubio.

Extrañamente, no nace en mí (en el sueño) el deseo de escapar de esa erupción.

Es decir, no siento deseos de correr hacia la costa o buscar algún refugio, sino que mis inquietudes toman más bien otro sentido.

Dicho sentido, por cierto, dice relación con la “postura” que tomaré al momento del contacto con la lava.

Con esto, no quiero decir que me interese adoptar o fingir una “postura” falsa, sino que hago referencia a la elección de la acción que realizaré al momento de ser abrasado por la materia expulsada por el volcán.

En otras palabras (y aunque parezca algo frívolo en primera instancia) lo que me inquieta es la forma que adoptaré para la posteridad.

Y es que será justamente la forma que adopte el cuerpo petrificado, lo que permitirá a otros, en el futuro, decidir quién era yo, qué hacía y hasta intuir mi historia.

Rotularme, digamos, a fin de cuentas.

Y claro, lo que me angustia del sueño es precisamente eso: poder facilitar (con mi postura) las pistas necesarias para propiciar una identificación correcta.

Ni siquiera para los otros, confieso, sino también para mí mismo.

¿En eso consiste el sueño, entonces?

Pues sí, en eso consiste.

No es que lo fabrique o lo busque, pero así lo enfrento, digamos.

Y sí… quince veces, calculo, he soñado ya que estoy en Pompeya.

Y la vida, en el sueño, no me queda bien.

domingo, 9 de marzo de 2025

No hay tesoro.


Desenterrad nada, nos dijo. No hay tesoro. O sea, algo enterré, pero no es valioso. Lo enterré por eso, de hecho, justamente porque no lo era. Pueden dudar de mí, pero es cierto. Busquen si quieren, en todo caso. Encuentren huellas. Sigan rastros. Y claro: elijan un lugar. Solo entonces caven si creen que es necesario. Yo, por mi parte, no voy a seguir con mis consejos, pues probablemente piensen que intento hacer trampas. Que quiero disuadirlos para que el tesoro siga siendo mío o algo así. Lo importante es que tienen mala comprensión, por supuesto, si piensan eso. Y es que bajo tierra nada es mío. Nada es de nadie, en realidad. Incluso si encontramos algo, bajo tierra, desenterrarlo es siempre una pérdida de tiempo. Y es que nada pasa a ser nuestro simplemente por haberlo desenterrado. O en otras palabras: no son nunca pertenencias las cosas que encontramos bajo tierra. Y es por eso, claro está, que el valor se nos escapa. El valor de las cosas, me refiero. Y claro, no hay tesoro, en definitiva, cuando piensas de esta forma. O no hay tesoro bajo tierra, al menos. Puedes dejar la pala, no te miento. No es necesario que la cargues. Bajo tierra solo hay piedras y cadáveres. Solo eso, nada más. Una vez, según recuerdo, salió una noticia de un tipo que aseguraba haber encontrado su propio cadáver bajo tierra. No sé bien en qué se basó, pero recuerdo que decía que esos restos eran suyos. De igual forma, en todo caso, no eran valiosos esos huesos. No revelan nada nuevo, me refiero. Alguien los cargó por unos años, simplemente, y luego se abandonaron. Ambos se abandonaron, supongo. Uno al otro, quiero decir. Es así. Desenterrad nada, entonces, ya se los dije. No es bueno removever la tierra, además. Ni las palabras ni la tierra es bueno removerlas. Y es que no hay tesoro, a fin de cuentas. No hay tesoro. 

sábado, 8 de marzo de 2025

Lo que observo.


I.

Vacío el árbol.

Así lo encuentras.

No sospechabas, pero ahora sí.

Más allá del árbol, incluso, sospechas ahora.

Y es que todo aparece sobrepuesto,
ante tus ojos,
como en una escenografía.

Así se manifiesta el mundo, a fin de cuentas.

No es tan malo, te dices.

No es tan malo como suena.



II.

Sin semillas.

Eso piensas.

No surgieron de semillas esos árboles.

Porque claro... ahora hay más.

No un bosque, pero sí unos cuántos.

Puedes ir entre ellos y contarlos, si así quieres.

Pero claro... finalmente ocurre que no quieres.

Los árboles no son para contarlos, me dices.

No se cuentan, por vacíos que estén.



III.

La corteza no basta.

No se sostiene, quiero decir.

No a sí misma, al menos.

Y mucho menos por sí misma.

Parece firme, pero se resquebraja.

Poco es, por sí sola.

Eso aprendes, antes de partir.

Luego partes.



IV.

Vacío.

Eso es lo que encuentras, si revisas.

Superficie únicamente.

Piel y ropas.

Raíces muertas.

Quién lo diría...

Y tú que querías ser parte de las cosas.

¡Cuánta ingenuidad, si te sorprendes!

¡Cuánta ingenuidad!

Así hasta que un día, sin percatarte, lo aceptas.

La vida sin semillas, me refiero.

Y la luz, incluso, como cáscara.

Ahora, algo se quiebra a lo lejos.

Eso escuchas.

No combates contra eso, por cierto.

No combates y está bien.

Árboles vacíos, simplemente.

Eso es, al menos, lo que observo.

viernes, 7 de marzo de 2025

Siempre es temporada de caza.



Trabajaba haciendo carteles.

O letreros, más bien.

Todo a la vieja usanza.

Recibía encargos y los pintaba a mano, me refiero.

Esto lo hacía sobre una amplia mesa de madera, en un galpón viejo.

El galpón, quedaba en las afueras del pueblo, junto a la carretera.

A veces, por temporadas, él también vivía en aquel lugar.

Los carteles, por cierto, solía hacerlos en metal.

Según decía, se dañaban menos que en otras superficies.

Pintaba el fondo por lo general con dos colores.

Luego seguía con las letras.

No usaba moldes ni repetía los letreros.

Sus trabajos eran únicos.

Prácticamente todos los letreros del pueblo habían sido hechos por él.

De hecho, tenían un estilo bastante parecido.

Como me vieron fotografiándolos, algunas personas me hablaron sobre ellos.

Los de fondo verde grisáceo los hizo cuando perdió a su esposa, me dijo el dueño de una ferretería.

Fueron como dos años de carteles con el fondo de ese color, comentó una mujer que vendía tortillas.

Tras esto, según entendí, la gente del pueblo habló con él y lo amenazaron con no hacer más encargos si no cambiaba esos colores.

Y claro, él se habría molestado un poco, pero luego lo hizo.

Yo creo que hasta lo salvamos y él no se dio ni cuenta, dijo un farmacéutico.

Suele ocurrir así, comenté yo, mientras le pedía a las personas que posaran también junto a algunos letreros.

Poco después, antes de volver a Santiago, pasé por el galpón y hablé brevemente con él.

Fue amable, dentro de todo, pero no me permitió tomar fotografías.

Ya al partir, le pedí que me vendiera un letrero.

Uno cualquiera, le dije.

Alguno que no hayan retirado o que tenga algún error.

Él asintió y luego de un rato volvió con uno, envuelto en periódicos.

Se lo pagué y me despedí.

Tras salir, desenvolví el letrero para ver qué decía.

“Siempre es temporada de caza”, estaba escrito en él.

Volví a envolverlo como pude y lo guardé entre mis cosas.

Finalmente, regresé a Santiago.

jueves, 6 de marzo de 2025

Como un árbol en medio de las cosas.


No yo.

Aquí.

Como un árbol en medio de las cosas.

Esperando el regreso de las palabras
que no fueron comprendidas.

No yo.

Probablemente no.

No se trata de mí.

Ni tampoco se trata del árbol que hay en medio de las cosas.

Aunque sí.

Es cierto.

Parece vivo, desde acá, aquel árbol.

Aun así, nada de él puede decirse.

Nada cierto, me refiero.

Y es que todas las verdades de ese árbol son raíces.

Están fuera de la vista, digamos, como todas las verdades.

No yo.

No esta vez, al menos.

Seamos otros, esta vez.

No importa quiénes.

Preguntándonos cómo debemos llamar
al umbral que hay antes de otro umbral.

Ya saben.

Como un árbol, tal vez, en medio de las cosas.

De esa forma saben, me refiero.

Apenas.

Inseguros.

Dudando de la vida porque estamos rodeados
de cosas que parecen más ciertas.

¡Cuánta equivocación…!

Tanta y tan confusa que no sabemos separarla
de los aciertos.

No yo.

Es fácil elegir, pero no yo.

Fácil elegir, me refiero, cuando de cosas se trata.

Y más aún si esas cosas nos rodean.

Con el árbol, en cambio, es distinto.

Como es uno, no se elige.

La dificultad, por cierto, viene más bien de otro sitio,
cuando hablamos del árbol.

No yo, en todo caso.

No hablo de mí, aunque parezca.

El árbol no muestra sus raíces, quiero decir.

No yo.

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