miércoles, 16 de enero de 2019

Una pequeña historia.


Eliza se siente culpable porque les miente a todos. Les dice que todo está bien, me explica, pero en realidad no es así. Lo que no está bien, según Eliza, es que no logra dormir. No lo ha logrado nunca según ella, pero finge hacerlo desde que tiene memoria. Cierra los ojos, adopta la postura que observó cuando era pequeña y entonces finge. Trata incluso de cambiar la respiración y entonces comienza el engaño. Durante el tiempo que finge, Eliza dice que piensa en otras cosas. Historias, a veces, pero que no controla bien. Como si no pudiese escoger muy bien aquello en que desea pensar, mientras espera que sea la hora de levantarse, me explica. A veces incluso se centra tanto en estas historias que no escucha muy bien cuando los otros despiertan y entonces finge hasta un poco más tarde. Eso ayuda a que no la descubran, comenta. Pero no siente que eso sea bueno. Es mentir, después de todo, me dice. Y mentir cansa. Y además ella quiere ser sincera. Entonces  es cuando ella pide mi opinión y en vez de decirle que no finge y que dormir es justamente aquello que hace, prefiero recomendarle que tenga cuidado con la necesidad de sincerarse. Y es que a veces, le digo, cuando sentimos esa necesidad, es señal inequívoca de que nos estamos viniendo abajo, generalmente por un problema totalmente lejano a aquello de lo cual queremos sincerarnos. Ella escucha y asiente, como si hubiese comprendido aquello que le dije. ¿Tú también les mientes a todos?, me pregunta entonces, para terminar la conversación. Y claro, yo le digo que no, pero luego me siento intranquilo con la respuesta, e intento responderle mejor, a través de una pequeña historia.

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