I.
Cocina, pero no sabe para quién cocina.
Piensa que es grave y triste, pero yo le digo que es como todo.
Simplemente es como todo, le digo, un poco sin pensar.
Y claro, ella se molesta, pero al final me cree y dice que es cierto, pero que igualmente es triste.
Grave y triste como todo, me dice, recogiendo mis palabras.
No sabes consolar.
II.
A veces yo también cocino.
Un poco para que ella no cocine, pero también porque me gusta cocinar.
Cuando lo hago, ella sonríe y cada tanto me corrige.
Un error común, me dice, es que no calculas las porciones.
Yo acepto sus palabras y asiento levemente con la cabeza.
Probablemente, agrega, ni siquiera sepas con quién estás.
III.
Es cierto.
Pero la verdad es tan incómoda que yo sigo cocinando.
De hecho, me hago el desentendido, y busco hablar de otras cosas.
De cosas cualquiera, quiero decir.
De cosas que no duelan.
Pienso en deportes, por ejemplo; o en asuntos del trabajo o hasta imagino que soy parte de una novela negra.
Una de esas novelas nórdicas idealmente, donde el misterio es concreto y definido.
Tanto así que nos conforma descubrirlo, al final.
El hambre, mientras tanto, va y viene, me digo.
Pero claro… ni siquiera sé decir lo que es el hambre.
Y ella, ciertamente, no lo puede aclarar.