*
Me ofrecen ayuda, pero digo que no.
Automáticamente es que lo digo.
Sin detenerme a analizarlo, quiero decir.
De hecho, ahora que lo pienso,
ni siquiera sé para qué me estaban
ofreciendo ayuda.
*
Como soy amable para decir que no, nadie se molesta.
Tampoco hay insistencias ni menos explicaciones.
Por lo mismo, el ofrecimiento y la respuesta
se enlazan por un momento
y luego simplemente se dejan de lado.
Así y todo, me ocurre que,
tras aquel procedimiento,
no puedo evitar quedar intrigado.
En parte por la pregunta y en parte por la respuesta,
ciertamente,
pero también por el asunto ese que requiere ayuda
y yo no sé.
*
Para cambiar mis sensaciones decidí tomar medidas.
Y para que estas medidas fuesen serias, las convertí en promesas.
Así, ocurrió que decidí hacerme una promesa:
la próxima vez que me ofrecieran ayuda,
voy a aceptar gustoso.
Y luego, por supuesto, descubrir qué pasa.
*
Mierda.
Tras hacer la promesa que les contaba arriba,
no llegó nadie más a ofrecerme ayuda.
De vez en cuando algún saludo,
o un intercambio breve de palabras,
pero poco más.
Tal vez lo que me faltaba era resolución,
y la conseguí, finalmente, por mí mismo.
Dicha resolución, por cierto,
no sé bien dónde emplearla,
así que la cargo conmigo.
Nadie me ayuda a cargarla,
pero está bien.
Y es que igual diría que no,
sin pensarlo,
si es que la ofrecen.
Así nos enseñaron, al menos.