I.
De pequeño no quería tomar leche de vaca porque pensaba que tenía sabor a pasto.
No confesé esto último, por supuesto, pero esa era la razón.
Mi pensamiento era bruto y directo, lo admito.
Pero al menos era mío.
Ahora que lo pienso, creo que no había confesado esto nunca, hasta el día de hoy.
II.
De todas formas, no es que piense muy distinto hoy en día.
No sobre la leche de vaca, por supuesto, pero mi razonamiento sigue siendo bastante similar, si soy sincero.
Creo que hay un personaje que piensa de forma parecida en “Los trece”, de Balzac.
No es que lo recuerde muy claro, pero algo así recuerdo.
No era un personaje memorable, por lo demás.
III.
No. Ni memorable ni trascendente.
Ni ese personaje ni yo, después de todo.
No me avergüenzo de eso, por cierto.
Los libros de Balzac me los regaló un tipo en el sur, según recuerdo.
Lo escuchó golpear cada cierto rato un trozo de metal y entonces me acerqué.
IV.
No te vi, dijo de pronto cuando llegué a su lado. Es que estaba tocando a Wagner.
Por un momento pensé que Wagner era el nombre del trozo de metal.
Es el final de los Nibelungos, agregó. Estoy tocando la parte del triángulo.
Asentí lento, mientras entendía.
Luego, como vio que llevaba un libro, me dijo que su abuelo había dejado una caja, llena de ellos.
V.
La caja estaba rota y algo húmeda.
Al igual que los veinte libros de Balzac que había en su interior.
Se los cambié al tipo en esa oportunidad por un poco de dinero y un par de zapatillas.
Fue un buen trato, supongo.
Con los años me enteré que el tipo ese terminó preso, tras confesar haber matado a su abuelo.
VI.
Luego de enterarme, aquel asunto me dio vueltas largo tiempo.
No es que lo pensara ordenadamente, pero algunos conceptos que no se volvieron a separar.
Leche de vaca, Pasto, Wagner y Balzac, por ejemplo.
Todo en secreto, por supuesto, como la sociedad de los Trece.
Pero esto, claro está, no es tampoco una razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario