-No crecen los ojos -dijo él-, supongo que lo sabes.
Ella no dio muestra de haberlo escuchado.
Él continuó.
-De hecho -dijo-, es la única parte de nuestro cuerpo que se mantiene de igual medida desde que nacemos hasta que morimos.
Ella siguió en su sitio, sin inmutarse.
-No crecen -aclaró él-, pero debemos admitir que se transforman.
Ella lo observó.
-No hablo de envejecimiento -agregó, mirándola directamente-, sino más bien de un cambio que ocurre al interior de algo que permanece siempre del mismo tamaño...
-¿De qué mierda hablas? -preguntó ella, interrumpiéndolo.
Él iba a contestarle… pero la actitud de ella lo intimidó. Y prefirió guardar silencio.
-¡Lo que pasa es que nunca entiendes una mierda! -gritó ella-. ¡Estoy segura de que ni siquiera entiendes de qué hablas…!
-Hablo de ojos -dijo él, con voz apenas audible-. Estaba hablando de ojos…
-Pues no se puede hablar de ojos -lo interrumpió ella-. Es imposible… No hay nada que decir sobre ellos…
Él calló. Probablemente quería responder, pero tras pensarlo un poco no lo hizo.
Ella también guardó silencio.
-¿Sabes lo que pasa? -dijo ella, luego de un rato. Luego repitió la pregunta.
-No… -dijo él-. No sé qué es lo que pasa...
-Lo que pasa es que nunca pedí conocerte -aseguró ella, con un tono extraño.
-Es cierto -admitió él.
Ambos se miraron a los ojos, durante algunos segundos.
Después, ella dijo unas cuántas frases más.
Él, en cambio, apenas dijo una. Pero fue la final.
Los ojos de ambos, por cierto, nunca volvieron a encontrarse.
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