Ocurrió hace muchos años. En Portugal.
Solo estuve unos días, pero me gustaba ir temprano a las panaderías. Como un habitual. La gente se mostraba agradable y todo era calmo. Podías sentarte ahí mismo y comer algo, o simplemente observar.
Una mujer joven con un perro, por ejemplo, en la mesa contigua. Y otra mujer que se le acerca.
La conversación parece seca, áspera incluso, pero se matiza con los gestos amables de las dos mujeres, la luz de la mañana y el ritmo del lugar.
-¿Qué le pasa a su perro? -pregunta la mujer mayor-. ¿Está triste?
-No. No se preocupe -dice la otra sonriendo-. Es así.
-¿Se alimenta bien?
-Sí, todo bien con el perro. Solo tiene esa expresión, pero siempre la tuvo. Está bien.
La mujer mayor se acerca al perro y se agacha para hacerle cariño y observarlo de cerca.
-Disculpe que insista, de verdad no quiero molestar, pero… ¿cómo sabe que está bien?
-Porque vivo con él, señora -dice la joven, riendo-. Hace años que lo cuido. No tiene nada extraño.
-Pues yo creo que para asegurarse debería llevarlo al veterinario… -insiste la señora-. Mi sobrino es veterinario, y podría atenderlo gratis, si quiere… Podemos levarlo juntas si quiere…
-¿Por la expresión, únicamente, dice usted?
-Sí, porque parece triste.
-Pero si tiene derecho a estar triste -dice la mujer joven, sonriendo-. O a parecerlo, al menos… Mire, ya ve como mueve la cola, aunque tenga la misma expresión…
-Sí, es cierto… visto desde atrás es un perro feliz -admite la señora-. No la molesto más. Disculpe…
-No es molestia -dijo entonces la mujer joven, mientras la otra se va.
Luego de un rato, la joven también se pone de pie, y comienza a alejarse, con el perro.
Eso recuerdo, cuando pienso en Portugal.
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