I.
Mentimos sin saber.
Eso es lo que ocurre.
No hay mala intención, quiero decir.
Únicamente desconocimiento.
De todas formas, no es excusa.
Constato lo que ocurre, simplemente.
Y admito, por supuesto, que hay engaño.
No dolo, reitero, pero sí engaño.
Eso es, simplemente, lo que ocurre.
Permanecemos y avanzamos, como todos.
Decimos –a veces-, y callamos.
Eso hacemos, en resumen.
Mentimos sin saber, quiero decir.
Y no deseamos mal a nadie.
II.
Mentimos sin saber.
Sin saber que mentimos, me refiero.
De hecho,
tampoco es que sepa a ciencia cierta,
cuando decimos la verdad.
Y es que todo esto se descubre, a fin de cuentas,
con el paso del tiempo.
Y la dirección con que pasa
(y la premura)
viene a enseñarnos entonces
la naturaleza de aquello, que hemos dicho.
¡Cuánta sorpresa hay en aquello…!
¡Cuánta extraña naturaleza!
Mentimos sin saber.
III.
Mentimos sin saber.
Tanto que mi nombre, a veces,
llega a ser parte de las mentiras.
De todas formas, como yo tampoco sé,
sigo volteando ante prácticamente
cualquier nombre.
Y claro, a veces resulta que sí era a mí
a quien llamaban.
En esas ocasiones, por cierto,
ellos suelen acusarme,
de algo que no sé.
Por eso, finalmente, es que yo paso a defenderme.
Ocurre que mentimos sin saber, les digo entonces.
Y no deseamos mal a nadie.
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