Cuando le quitaron los vendajes no sintió el alivio que esperaba. No en relación al dolor, que ya había desaparecido desde hacía varios días, sino en algo que le era difícil de explicar, y que podía relacionarse, tal vez, con volver a verse a sí mismo. En liberar su piel o simplemente sentir mayor comodidad al momento de mover libremente su brazo izquierdo. O eso, más o menos, fue lo que explicó.
-¿Entonces quieres que te vuelvan a vendar? –le pregunté.
-Claro que no –contestó-. Pero lo que digo es que me siento incómodo. Que esperaba una especie de alivio y que al final no pasó…
Mientras hablaba, se detenía por momentos a observar y tocar su brazo. Incluso lo movía y lo estiraba, de vez en cuando.
-A lo mejor el problema es el otro brazo –le dije entonces-. Ni siquiera lo miras. Lo ocupas simplemente para acercar tu mano y tocar el otro.
-¿Dices que también debo mirarlo?
-Digo que si no lo miras ya es tuyo –contesté-. Parte de ti. Lo de uno es de uno si no lo miras… si no vas hacia el como si fuese otra cosa…
Él quedó en silencio unos segundos.
Debo reconocer que lo dije un poco por joder, pero él pareció pensarlo seriamente.
-Entonces… -dijo-, es como si al verlo todo el resto de mi cuerpo estuviese vendado, como si eso fuera lo único que ha salido de las vendas…
No le entendí.
-Claro… -siguió diciendo, como si hubiese comprendido algo-. El dolor nos saca de esas primeras vendas, luego te cubren con otras y finalmente sacas fuera esas vendas hasta que las otras, las naturales, comienzan a cubrirte otra vez.
-Eso mismo –dije yo, aunque solo fue por terminar con aquello.
-Entiendo –dijo. Y me miró.
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