Un oso hiberna dentro de mí.
No sé bien desde cuándo.
Lo malo no es que hiberne en todo caso.
Ni tampoco que esté ahí.
Lo malo es que ocupa, prácticamente, todo el espacio.
Así, sin interior disponible, me veo confinado a la superficie.
A estar sobre la piel.
A ser expulsado de mí mismo.
Y a vivir, en definitiva, en permanente contacto con aquello que no soy.
En los bordes, me refiero.
Y en las líneas donde acabo.
Visto así, por cierto, es peligroso.
Sí, es cierto: sin duda es peligroso.
Pueden verlo, si desean.
Pueden comprobarlo.
Y es que todo es frágil en esta situación.
Entiéndanlo de esta forma, si quieren:
Si resbalo un poco me caigo de mí.
Y no hacia dentro, precisamente.
Y es que ahí no hay, hoy por hoy, espacio.
O sea, lo hay, pero está ocupado por un oso.
El oso que hiberna, del que contaba en un inicio.
El oso tendido allá dentro.
El oso que apenas se mueve.
Si yo hasta pensé que estaba muerto, cuando lo vi.
Otro cadáver dentro, me dije.
Pero claro, justo entonces me percaté que el oso estaba respirando.
Respiraba apenas, es cierto, pero eso es lo que hacía.
Era como si dentro del oso hubiese también otro oso que estaba respirando.
Y dentro de ese, quién sabe…
Yo, al menos, desde mi superficie, nada sabía.
O casi nada, más bien.
Un oso hiberna dentro de mí, dije entonces.
Pero nunca supe a quién.
Un oso hiberna dentro de mí, repetí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario