I.
La luz no explica.
Llega, se instala, pero no explica.
Igual yo la recibo y hasta pienso que está bien.
La veo entrar, simplemente, y posarse sobre las cosas.
Revelarlas incluso, de cierta forma, aunque yo siga sin comprender.
No le exijo nada, en definitiva, mientras se instala en casa.
Y es que sé que solo está de paso, e intento no molestarla con preguntas absurdas.
Solo es luz, me digo, y serlo es su única obligación, a fin de cuentas.
La luz no explica, repito. Y está bien.
II.
Observando mi casa junto a las otras, me he dado cuenta de algo.
La luz suele quedarse un poco más, al interior de mi hogar.
Puede sonar soberbio, dicho así, pero puedo asegurar que es cierto.
La luz se queda siempre unos segundos más, antes de volver a viajar.
No sé si me agradece por no interrogarla, o si se queda a esperar que le pregunte algo.
De cualquier modo, por ahora, no lo voy a averiguar.
III.
La luz no explica.
En su voz no se sujetan las palabras necesarias, para explicar.
Eso está bien, me digo, y debo reconocer que hasta la envidio un poco.
Si intentara explicar sería menos luz, prefiero pensar.
La luz no explica, repito entonces, antes que se vaya.
La luz no explica.
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