Me doy cuenta que estoy en un sueño cuando me miro
los pies. Ese es mi truco. Diría que me funciona al cincuenta por ciento. Me
refiero a que la mitad de las veces en que miro descubro que no es un sueño. Y
viceversa. Lo extraño es que no sabría explicar qué es lo que ocurre con mis
pies cuando se trata de un sueño, y cuando no. Si los tuviese que dibujar, por
ejemplo, el dibujo de mis pies sería exactamente el mismo en las dos ocasiones.
Tampoco tiene que ver con la dirección que toman o si están descalzos o no, eso
no tiene incidencia alguna. Simplemente resulta que al mirarlos reconozco la
naturaleza del espacio en que me encuentro. No sé bien cómo explicarlo, pero es
como si una especie de fuerza me invitara a dar un paso. Un paso metafísico,
por supuesto. Un descubrimiento que es un paso. Y el descubrimiento es
justamente distinguir la naturaleza del espacio en que me encuentro. Por otro
lado, debo reconocer que no cambia mi ánimo por estar en uno en otro. Y es que
debo reconocer que, hoy por hoy, en ambos me encuentro medio perdido. Por ello,
el paso que viene luego del reconocimiento –el paso no metafísico, digamos-,
requiere de la misma fuerza en ambos espacios. Y hasta duele incluso, de la
misma forma. Lo doy, por supuesto, y en el paso no se evidencia ni el más
mínimo sufrimiento. Y los que me observan, pueden pensar ciertamente que se
trata de algo así como un estilo. Y es entonces cuando sonríen al verme. Y no
sé por qué, pero yo también sonrío.
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