El viejo me dijo que el tiempo era como un perro.
Uno de esos chicos, mañosos, que te atacan a traición. Justo cuando piensas que
es inofensivo, cuando te has animado hasta a acariciarle el lomo y quizá hasta
le hayas puesto un nombre. Es entonces, decía el viejo, cuando lanza el tiempo las
primeras mordidas. Y descubres que sus dientes son filosos. Y comprendes una nueva
naturaleza del dolor. Estas son las marcas, dijo el viejo, mostrando sus
heridas. Al principio te defiendes, pero lo cierto es que no lo ves venir.
Ataca en la oscuridad y ni siquiera sabes, en principio, quien te ataca. Solo
sientes sus dientes. Su mandíbula fuerte. Su gruñido extraño, como sonido de
reloj. Así ataca el tiempo, dijo el viejo. Si peleas te desgarras. Si lo
esperas enloqueces. Es extraño, pero finalmente simplemente lo dejas venir.
Siempre duelen sus mordidas, pero te acostumbras al dolor. Y al amanecer
nuevamente es un perro pequeño, a tu lado. Sabes lo que ha hecho, pero de
cierta forma lo perdonas. Le acaricias el lomo. Le das agua. De cierta forma no
es su culpa, dice el viejo. Después de todo, la piel está hecha para hacerse jirones. La sangre
para ser derramada. La vida para llegar hasta su final. El tiempo es como un
perro, dijo el viejo. Nada más.
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