La historia es de detectives. Algo antigua. De esas
que ocurren en grandes mansiones a las que llega el detective a resolver el
crimen. En esta oportunidad el detective soy yo y no tengo ayudante. Solo tengo
tabaco y una pipa. Mientras la enciendo, llega una mujer que me invita a ver un
muerto. El cuerpo se encuentra sobre una mesa de billar, en una sala del
subsuelo. No presenta heridas visibles ni signos de lucha. Solo una muerte sin
aviso, inexplicable casi, como si no se tratara realmente de un asesinato. A
pesar de lo anterior, resulta que el muerto alcanzó a escribir unas letras en
un papel que tenía dentro de una de sus manos, que permanecía cerrada. Y claro,
no viene al caso entrar en detalles, pero finalmente acepto tomar el caso y me
dispongo a recolectar pistas y hacer algunas preguntas. Justo entones, mientras
converso con la mujer, llega un sirviente a avisar de otro muerto. Y luego te
avisa de un tercero. Todos están
asustados, te dice. De hecho, en ese mismo instante, la mujer con la que
estabas hace un rato también cae muerta, inexplicablemente. Con esos datos, finalmente,
le pido al sirviente que me deje solo un instante. Luego, cierro la puerta del
lugar con llave y bajo el cuerpo del primer hombre de la mesa de billar y me
dispongo a practicar algunos tiros. Solo debo
dejar que siga muriendo gente, me digo, mientras ordeno las bolas. Parece
un caso fácil. Enciendo una pipa y me sirvo un trago. El asesino será el último que quede con vida, concluyo.
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