A ella le gustaba mentir. Mentía siempre. La invité
a sabiendas y lo primero que dijo fue que mi casa olía a nieve. Yo le seguí el
juego y dije que sí, que había nevado dentro hacía poco. Entonces ella rio y yo
serví vino. Cada uno con una gran copa. Yo esperaba que ella dijera algo.
Finalmente hablé yo. No me acuerdo de qué, pero lo cierto es que quería que
ella hablara. Quería escuchar sus mentiras. Saber que lo eran, digamos, y no
complicarme con eso. Fue entonces que, entre otras historias, ella habló de la
vez en que un tío suyo había muerto en un accidente de avión. Había sido hace
años y según ella había sido la primera de la familia en ver las listas.
Setenta muertos, creo que dijo, pero ella solo buscaba uno. Solo podía llorar
por uno, me explicaba. Como si el corazón tuviese una especie de ancho de banda
y solo pudiese hacerse cargo de un muerto. Según ella pensó eso, al ver las
listas. Yo, sin embargo, sabía que mentía, y le seguía el juego. Luego pusimos
música. Comimos algo. Tomamos una segunda y una tercera botella. Creo que
también una cuarta. Entonces ella dijo que se quedaría. Que quería tomar una
ducha y luego dormir conmigo. Yo no contesté, pero ella lo tomó como un sí. Mientras
se duchaba yo ordené mis ideas. La casa no olía a nieve y ella no había llorado
por su tío. No sé por qué, pero al menos en
mí, sentía necesidad de aclarar esas cosas. No de decírselas, claro, porque
crearía conflicto. Y es que yo también sé mentir, a mi manera. Después de todo,
la nieve se derrite y se transforma en agua sucia, pensé entonces. Miré las
copas y las botellas. Ella todavía estaba en el baño. No recuerdo qué ocurrió después.
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