Necesitaba hacer un trabajo para ciencias así que
fui donde el carnicero. Estaba a dos calles de mi casa y él me conocía de
pequeño. Entonces me paro frente a él y le pregunto si tiene algún trozo de
carne que no sirva. Y claro, como no entiende, le explico que es para ciencias
y que tengo que experimentar con un trozo de carne descompuesta. Uno pequeño, le digo, solo para el fondo de un frasco. No
había nadie en la carnicería y yo pensaba que era un favor pequeño, igual que
pedirle un trozo de madera al tío mueblista o un trozo de género a alguna
vecina costurera. Por lo mismo, me sorprende verlo enojado y diciéndome que no…
que ahí no sobra carne y que mucho menos se descompone… que ahí toda la carne
se vende, me dice. Yo me quedo en silencio y acepto sus palabras. Puede incluso
que sean ciertas, pienso, aunque su actitud no dejaba de sorprenderme. Mientras
pienso en eso entra una persona a comprar y luego otra. Yo ni sé por qué me
quedo. Él las atiende y vuelve a mirarme molesto. Toma un pequeño trozo de
carne y grasa que había quedado en el mesón y lo arroja al suelo, junto a mí. Recógelo, me dice, y ándate de aquí. Recuerdo que lo recogí, asustado, y me fui a
casa. No conté nada de lo sucedido y metí el trozo en el frasco. Tenía que
anotar observaciones. Por dos semanas tuve que anotar observaciones. Cosas objetivas,
por supuesto. Coloración, olor y esas cosas. Nada podía decir en esas
observaciones del odio del carnicero. Del odio secreto de todos los hombres. Recuerdo
que eso pensaba mientras observaba la carne. Eso comprendía. La verdadera descomposición
de la carne. Esa verdad para la que tus padres nunca te preparan y que existe
en todos nosotros. Ese sí que era un gran aprendizaje. Un descubrimiento
increíble: Un frasco con un trozo de carne
descompuesta en el interior de todos los hombres. Había que cuidarse de
aquello, me dije. O al menos, había que intentar hacerlo.
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