I.
He aprendido que al final todo siempre se reduce a uno.
A una sola unidad, quiero decir, no a uno mismo.
Con todo, debo admitir que es algo difícil de explicar.
Y es que todo ocurre como una especie de simplificación, hasta cierto punto.
Una que opera sorpresivamente y de forma extraña, confundiendo así a los más escépticos.
Eso es, en principio, lo que he aprendido.
II.
Antes, por supuesto no era así.
Me refiero a que yo, incluso, era uno de esos escépticos.
Hacía clasificaciones, dividía… observaba por partes.
Hablaba de cosas especiales… y hasta únicas.
Nada para mí, quiero decir, resultaba indistinto.
Yo mismo, de hecho, solía dividirme en varios yo, que no pensaban lo mismo.
Y hasta las sensaciones percibidas, me parecían pasajeras.
Pero claro… entonces comprendí.
III.
Lo anterior, aclaro, no lo digo con soberbia.
Y es que comprender, a veces, es tan triste como involuntario.
Es ajeno a nuestro mérito, digamos.
Ocurre simplemente que todo empieza a comprimirse.
O que, más bien, nuestra percepción corrige el concepto de distancia.
Así, hasta los números, como dientes, descubren que muerden todos juntos.
Y que, como decía en inicio, todo siempre se reduce a uno.
A una sola unidad, quiero decir, no a uno mismo.
Ese es otro invento.
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