I.
En la casa más a mal traer de mi barrio vivían los arquitectos.
Eran como seis, todos hombres ya mayores, que se turnaban para salir a trabajar, a comprar o cualquiera de esas cosas que hace casi por osmosis la gente adulta.
Al principio pensé que les decían arquitectos por sarcasmo, pero luego supe que era verdaderamente así.
Uno de ellos, incluso, había recibido varios premios por unos proyectos de construcción en Suiza, cuando joven.
-Todos fuimos jóvenes –me dijeron esa vez, cuando me invitaron a su casa-. Jóvenes y arquitectos.
Y tal vez para que les creyera me mostraron fotos, diplomas y hasta un par de trofeos.
Los sacaron de unas cajas, por cierto, tiradas junto a otras.
Un poco como ellos.
II.
La primera vez que me emborraché fue con los arquitectos.
Y es que nunca tenían nada para ofrecer más suave que una cerveza.
Yo iba más que nada por los libros –tenían varias repisas con ellos y los prestaban sin cuidado alguno-, pero siempre me terminaba quedando algunas horas, escuchando sus historias.
Esa vez –la que me emborraché por primera vez-, uno se ofreció para llevarme a casi y pedir disculpas.
Yo le dije que no, que no era necesario, que podía entrar a escondidas a mi cuarto sin que nadie lo notara.
Lamentablemente, no resultó como esperaba.
III.
Desde entonces, me prohibieron entrar a la casa de los arquitectos y ellos me obligaron a respetar aquel castigo.
Así y todo, de vez en cuando conversaba con alguno, al pasar.
Cuando se fueron del barrio, meses después, me dejaron un par de cajas con libros y algunas de sus cosas.
La casa en que vivían fue demolida, con el tiempo, y construyeron ahí un par de locales comerciales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario